Resulta bien lógico que, tras la rehabilitación periodística y política de Jordi Pujol (lentamente cimentada en el retorno de figuras asociadas al antiguo Molt Honorable, como Artur Mas y Xavier Trias), TV3 haya aprovechado la ocasión para desempolvar la memoria de José Luis Núñez. No es de extrañar que en la docuserie de cuatro capítulos que ha hecho TV3 —o como pollas se llame ahora— aparezca el propio Pujol reconociendo cómo Convergència intentó presentar a candidatos alternativos al nuñismo para hacerse con el control del poderoso imaginario que emana del Barça. No obstante, es una lástima que solo se acabe insinuado el hecho de que —salvada la rivalidad entre dos personajes en apariencia antagónicos— el oasis catalán los acabara uniendo por vía de una catalanidad aparentemente atrevida en los discursos, pero castrada por el autonomismo, y de mediadores como Josep Maria Antràs o Lluís Prenafeta.

La ubicación de las entrevistas de este documental en una portería prototípica de los pisos de Núñez y Navarro, así como el desfile bastante innecesario de los humoristas que ayudaron a humanizar su frialdad (tiene gracia que no aparezca en persona la pieza fundamental de dicho proceso, nuestro genial Alfons Arús), acaba provocando una excesiva caricaturización del personaje. Ciertamente, Núñez y Pujol eran dos personajes que cualquier asesor de marketing político yanqui habría desestimado del todo como líderes, debido a su acumulación inaudita de defectos gestuales y lingüísticos. Pero la genialidad de ambos hombres fue precisamente salvar (o aprovechar) esta presunta debilidad para construir unos liderazgos y un poder discursivo que no habrían podido urdir ni los mejores guionistas del planeta: construir un idiolecto no está al alcance de cualquier memo.

Si Núñez resistió tanto tiempo mandando fue, básicamente, porque la gente quiso (o lo que acaba siendo lo mismo, porque el poder hizo que el zozi lo acabara escogiendo como única opción posible)

El documental de Jordi Call basa su tesis de fondo en el hecho de que, a diferencia de Pujol, Núñez siempre se sintió ajeno a la deep Catalan society y que eso le provocó la castración freudiana de no sentirse nunca lo bastante querido por la tribu. Yo diría que la cosa va por otro camino, porque a los dos protagonistas en cuestión les importaba más bien un carajo el amor ajeno, porque sabían que lo importante del asunto es que te acabe votando incluso la gente que se pasa el día cagándose en tu puñetera madre. Como acaba reconociendo el Molt Honorable rehabilitado, si Núñez resistió tanto tiempo como él mandando fue, básicamente, porque la gente quiso (o lo que acaba siendo lo mismo, porque el poder hizo que el zozi lo acabara escogiendo como única opción posible). De hecho, si Pujol hubiera querido echar a Núñez —como pasó exactamente en Barcelona— lo habría confrontado a candidatos mucho más temibles.

En este sentido, al pujolismo ya le iba bien que el Barça tuviera un presidente que podía encarnar todas las virtudes de un españolito pobre que había aprovechado las costuras de la autonomía posfranquista en Catalunya para ir trampeando y ganar mucha pasta. De hecho, uno de los éxitos de Jordi Pujol fue pactar con las antiguas élites franquistas y así aprovecharse de su idea más bien folclórica del país, por mucho que eso acabara implicando convertir las esquinas modernistas del Eixample en bloques de pisos más bien espantosos. Núñez solía decir que su diferencia con Pujol era que el presidente quería ser dueño del país, mientras que a él, simplemente, le interesaba hacer país. En eso sí que el antiguo presidente del Barça era cándido, porque —como ha demostrado Jan Laporta— la presidencia culé puede llegar a tener una incidencia de poder y de autoestima muy superior a la pequeña gestoría del Govern.

De hecho, la única gracia antropológica del personaje Núñez es la de comprobar cómo —muy a su pesar— Pujol obligó a empresarios de su perfil a transformarse al catalanismo (incluso a traducirse el nombre del español a nuestra lengua) si querían tener algo que rascar en el imaginario colectivo del país. Todo eso, faltaría más, el documental no lo acaba de explicar; porque es mucho más fácil apoyarse en la supuesta tacañería y la condición llorica del protagonista que demostrar cómo, en tiempos de democracia incipiente y autogobierno escaso, el país todavía tenía el poder de absorber a la extranjería. La aproximación resulta la mar de lógica en un presente de ampliar la base, en el que abrazamos el charneguismo y a los recién llegados mientras pedimos perdón cuando se trata de preservar la identidad nacional. El resultado, como sabéis, es que ni la base aumenta ni el Barça acaba de engrandecerse.