En una conferencia, José Antonio Marina recordaba una idea incómoda pero esencial: no todas las opiniones son respetables. Lo respetable es el derecho a opinar, no el contenido de cualquier opinión expresada sin rigor, ética o responsabilidad colectiva. La trayectoria intelectual de Marina, extensa y sólida, le otorga un desacomplejamiento poco habitual. Filósofo, pedagogo y ensayista, ha dedicado décadas a pensar la educación, la ética y la inteligencia, sin necesidad de complacer ni buscar aplausos fáciles. No deja de impresionarme que personas de edad avanzada —Marina nació en 1939— sigan preocupándose por el mundo que dejan. No se rinden, no callan, no miran hacia otro lado. Esta perseverancia moral es profundamente admirable hoy. Estoy de acuerdo con lo que dice. Hemos callado demasiado tiempo ante políticos, influencers y gente corriente que no tienen una opinión respetable. El silencio cómplice ha normalizado discursos vacíos, tóxicos o directamente irresponsables, confundiendo libertad de expresión con validación moral.
En una línea similar, otra idea que hay que combatir es el "sí, pero lo votan". Que alguien gane votos no convierte automáticamente sus ideas ni sus políticas en respetables. La legitimidad democrática no sustituye a la ética ni a la responsabilidad social. No soy iluso: los partidos necesitan votos. Pero no todo lo que da votos es bueno, ni positivo, ni respetable. Convertir el éxito electoral en el único criterio de verdad o bondad es una deriva peligrosa que empobrece la democracia y el debate público. Hay que empezar a decir, sin complejos, que a muchos políticos les importan más los votos que el futuro. Decirlo claramente no es antipolítica, es una exigencia democrática. El silencio ante esta realidad solo la consolida y la hace estructural.
Hemos callado demasiado tiempo ante políticos, 'influencers' y gente corriente que no tienen una opinión respetable
El desalojo de anteayer en Badalona es un ejemplo. Da votos a Albiol, seguro. Pero dejar a cientos de personas en la calle no es bueno. El desalojo puede tener sentido, pero cuando se reviste de inhumanidad deja de ser aceptable. Dejar a gente en la calle, decir que no te importa, que no los quieres y que ya se apañarán los municipios vecinos no es bueno. Puede dar votos, sí, pero no es respetable. La deshumanización nunca puede ser una política pública legítima. Existen delincuentes y no hay que ser ingenuos ni buenistas. Pero inhumanizar la pobreza no es bueno para el futuro del país. Confundir exclusión social con criminalidad solo genera más fractura, más resentimiento y menos soluciones reales a largo plazo.
Tampoco es respetable el otro extremo. Defender que personas vivan en condiciones infrahumanas no lo es. Justificar la violación de la propiedad privada tampoco. Pretender que la crisis de la vivienda la paguen solo los privados, menos aún. Dejar que edificios públicos se deterioren hasta el punto de ser ocupados es una gran irresponsabilidad. No es fatalidad, es mala gestión. El abandono institucional acaba generando conflictos sociales que luego se quieren resolver con eslóganes y mano dura. Si la vivienda se convierte en una nueva pata del Estado del Bienestar, hay que pagarla. Como la sanidad, la educación, las pensiones o la dependencia. Defender un nuevo eje esperando que lo paguen los privados no es respetable. Hay que decirlo claro: debe pagarlo el Estado.
La sanidad la paga el Estado, no los privados. La educación la paga el Estado, no los privados; las pensiones las paga el Estado, no los privados, y, desde hace unos años, la dependencia también la paga el Estado. Aunque tenga fallos, la filosofía es clara: si son derechos importantes que el Estado quiere garantizar, debe pagarlos. Esta veleidad de querer que el derecho a la vivienda lo paguen los ciudadanos que, por lo que sea, tienen en propiedad más de una vivienda, va contra el derecho a la propiedad privada. No es respetable. Es el Estado quien debe garantizarlo, es decir, pagarlo.