Los negros de Melilla nos importan una mierda. Hemos fingido que nos provocaban media lagrimita solidaria, nos hemos tomado la molestia de hacer un tuit de pésame por los pobres cadáveres que intentaban flotar entre los cabrones integrales de la pasma, y quién sabe si habremos destinado el importe de cuatro gin-tonics a una ONG que se ocupará (infructuosamente, of course) de ayudar a las próximas víctimas de la tiranía policial. Hecho eso, hemos seguido ejerciendo nuestro racismo de indiferencia activa. Dejémonos de tonterías y, si queremos tener un poco de respeto a los muertos, al menos no hagamos tanta pornografía barata. Catalunya, como España, es un país de fronteras opacas no porque Sánchez sea un insensible o incluso un asesino; los límites son impenetrables porque así nos va bien, y por eso mantenemos en el poder una izquierda tan aislacionista como la derecha más puritana. El resto, poesía de pacotilla.

La inmensa mayoría de nosotros sólo tenemos amigos de color claro. En estas páginas o en las de cualquier otra publicación del país no encontrarás a nadie de piel que no sea caucásica. Tampoco en la televisión pública, ni entre los galardonados de la mayoría de los insufribles premios literarios que pueblan la nación, ni en nuestras orquestas sinfónicas. En el Parlament de Catalunya, los recién llegados de origen marroquí son una anécdota como una peca aislada en el cuerpo de una ballena blanca (y, puestos a ser sinceros, los que han llegado a consellers... pues tampoco es que hayan hecho mucha cosa por mejorar el estatus minorizado de su patria). Queremos a los marroquíes estampados en los límites de nuestra propia jaula, a los chinos sirviendo pollo de cuarta categoría en sus nauseabundos restaurantes, y a los pakistaníes les decimos sólo "hola" y "adiós" sólo cuando nos falta Coca-Cola Zero y es tarde.

La indiferencia honesta siempre será preferible al pésame impostado. Nuestra moral, insufriblemente cristiana, siempre preferirá el lamento a la acción

Ni racismo institucional ni vergas en vinagre. Nuestro racismo, y el de la mayoría de naciones del mundo, es constitucional y existencial. A los negros sólo los celebramos cuando toca hacer aquella performance espantosa de la cabalgata de Reyes y vamos cortos de betún; a los inmigrantes más desdichados, en general, sólo los acogemos cuando nadie quiere deslomarse cogiendo melocotones bajo el sol de poniente o cuando los comunistas más cursis de Barcelona organizan karaokes de la diversidad. Hemos abierto los brazos masivamente a los refugiados ucranianos porque tienen piel blanca y ahora queda muy bien adoptar a un crío espabilado por las bombas rusas. Al resto de razas del mundo, hablando claro y catalán, como si les dan por saco. Nos preocupa que haya mesa mañana en el Gresca, inundar Instagram de fotografías absurdas de Formentera y que se llenen las plateas de los execrables festivales de verano. Para los muertos, un avemaría y listos.

La indiferencia honesta siempre será preferible al pésame impostado. Nuestra moral, insufriblemente cristiana, siempre preferirá el lamento a la acción. Queremos ser un país del norte, que a nuestra hija le toque de novio un ingeniero alemán, y que el presentador del telediario sea blancamente fiable. En la tele dejamos entrar gais, transexuales, plurisexuales y ambisexuales... pero eso de los negros no ha llegado ni al escenario de Eufòria, reina mía. No pienses en Melilla, querido conciudadano; piensa en cuánta gente de color has contratado para tu hospital, para tu empresa o tu gimnasio. De hecho, querido lector: ¿tienes un, y cuando digo un quiero decir un, solo amigo negro? Te diré todavía más: ¿has tocado alguna vez una piel negra? ¿No, verdad? Pues menos lágrimas y más silencio, que la muerte pide quietud. Tú y yo somos como Sánchez y como la mayoría de políticos del mundo. Queremos la burbuja, queremos el aislamiento, reprobamos lo nuevo.

Los negros de Melilla, repito, nos importan una mierda. Quienes descansamos en paz, aunque nos pese, somos nosotros. Duele pero es verdad, y la verdad siempre suele doler.