De pequeña las matemáticas no se me daban muy bien. Diría que era un mal bastante extendido entre las jóvenes y los niños. Solo en una ocasión saqué excelente en esta asignatura. Fue en 5.º de EGB. Tenía todavía ni 10 años y aquel trimestre el tema estrella eran las fracciones. Para entenderlas mejor, el maestro tuvo una brillante idea: cada mañana a alguno de los alumnos nos hacía llevar el desayuno para toda la clase. Tenía que ser, claro está, alguna cosa que se pudiera repartir entre todos. Un día uno llevaba una pizza, el siguiente la otra un cesto de naranjas. Otro llevaba una torta de manzana o una tortilla de patatas. Y naturalmente, todo hecho por la yaya, la madre o directo del huertecillo familiar. Con la comida practicábamos: ¿cuánto son 3/8? Tenías que cortar el desayuno en la fracción exacta que había en la pizarra. Si lo acertabas, te podías comer un trozo. Salimos todos aprobados. Expertos. Y hartones (con la panza llena, quiero decir).

El maestro en cuestión se llamaba —y se llama— Joan Panisello Chavarria y la Generalitat de Catalunya acaba de otorgarle la Creu de Sant Jordi. Él, ya jubilado de las aulas, ha trascendido más pública e internacionalmente como ceramista único y extraordinario. De hecho, las razones por las cuales recibe este máximo galardón, en palabras de la Conselleria de Cultura, son tanto la originalidad de las formas, como la innovación y experimentación en texturas y colores. Y a fe de Dios porque, además de matemáticas, en aquella época también nos daba lo que entonces se llamaba pretecnología, que serían como artes plásticas o trabajos manuales, y no recuerdo disfrutar tanto en ninguna otra asignatura como en aquella. Nos dejaba jugar con nuestra creatividad, era exigente, divertido, genuino al mismo tiempo.

En aquella época en que se valoraba el trabajo de manera efectiva (no como ahora que solo se progresa adecuadamente o se necesita mejorar), el amigo Joan —entonces era maestro, ahora ya es amigo y de los buenos— premiaba el esfuerzo del alumno con propuestas originales y recompensaba el talento y la valentía. Si en el examen ponías conceptos que él no había explicado pero que tú conocías, porque habías mostrado interés en saber más indagando por tu cuenta: te subía medio punto la nota del examen. Si hacías buena letra y tenías una presentación limpia y ordenada: medio punto más. Y al final de todo, hacía que te pusieses nota a ti misma, según como creías que te había ido la evaluación. Si acertabas: también medio punto más. Con este sistema llegué a sacar onces y doces en exámenes en los que el tope se suponía que era el diez. Y es que el maestro nunca fue de cortar las alas a nadie, sino al contrario. Sabía motivar.

Tenía y sigue teniendo un punto de genio, solo hace falta que deis un paseo por su obra. Un hombre que abraza los árboles y hace moldes de barro en forma de láminas, que saca del horno cerámicas a mil grados y las pone dentro de una bañera enterradas en serrín y hojas secas, que hace cristalizar la porcelana y te hace ver barcos de Ulises, ovnis o tortugas gigantes. El mismo hombre que un día de mediados de los años ochenta cuando vio por la ventana del aula que en Tortosa caían copitos blanquecinos —cosa bien rara a pie de ciudad— suspendió automáticamente las clases y nos llevó de excursión a pie a la montaña del Coll de l'Alba, a tocar nieve, a alimentarnos de paisaje. ¡De aquel curso no recuerdo muy bien qué notas saqué (el excelente de matemáticas, sí, eh!), ni los conceptos académicos que aprendí. De aquel curso, cuando pienso, me vienen a la cabeza siempre el muñeco de nieve que hicimos con los amigos, las naranjas para desayunar y los exámenes donde, desafiando la ley de la gravedad, podías sacar un once y medio.

Pedagogo como pocos, solo lo superaba su hermano mayor, que está en el cielo, Josep, personalidad única y talentosa que también en aquella década nos enseñaba catalán en el mismo colegio. Siempre defendiendo la lengua y dignificando la variedad del tortosino. Salíamos del EGB, con 13 o 14 años, teniendo un nivel que parecía universitario. Hoy, Joan, el menor que ya ha superado los 77 años, todavía mantiene una energía envidiable que él dice que ha disminuido pero que los que lo conocemos de hace más de treinta años vemos con la intensidad de siempre intacta. Pocas veces un galardón es tan merecido. Lo premian como creador de arte cerámico y tienen toda la razón del mundo. Sin embargo, su alma es de docente. Él mismo se define, primero que nada, como maestro. Y como maestro lo recordamos generaciones enteras de alumnos a los que nos enseñó que era más importante ver cómo nevaba que saber qué era una raíz cuadrada.

Ahora, que también hace de campesino en el huerto de la casa donde vive y trabaja —es un jubilado en broma—, arropa el lomo y hace ir la azada al igual que modela el barro de sus obras. Al enterarme de la concesión de la Creu de Sant Jordi le telefoneé enseguida. ¡"Eres la primera persona que me pica"!, dijo todo contento, y aproveché la conversación para hacerle un pedido: naranjas de su "tros". Quedamos en que le iría a recoger y su regalo fue decirme que fuera y que las cogeríamos juntos. Solo hay una cosa mejor que comer cítricos del Ebro: cogerlos tú misma del árbol. Su cerámica es mucho más que barro. Todo él es arte. Y quien trabaja la tierra se la merece, maestro. Más de treinta años después, seguimos comiendo naranjas pero ahora ya enteras.