Putas, pobres y parientes, esas eran las tres P de las que se afirmaba que constituían los primeros clientes que un profesional de la abogacía podía captar. Los tiempos han cambiado: tras su graduación, los estudiantes suspiran ahora por entrar a trabajar en una de las macrocolmenas de asesoramiento legal, grandes empresas que acumulan juristas de diverso pelaje, formación y especialización y donde pelearán a lo largo de su vida por escalar a lo más alto. Es difícil que en esos ámbitos vean muchos integrantes de las tres P, al menos como categoría, quedando reservado tal cometido al esforzado, infravalorado y vocacional turno de oficio de los colegios de la abogacía.

Pero con la misma letra principian también otras tres actividades, la policía, la política y el periodismo, conectadas en la actualidad en nuestro país por una curiosa condición que va más allá de la que podamos intuir: estar en el punto de mira del Departamento de Estado norteamericano, cuando, entre los Informes nacionales de 2020 sobre prácticas de derechos humanos, se detienen en España. El informe, que abarca múltiples ámbitos y en buena parte de ellos califica la actuación de los poderes públicos españoles como acordes con los estándares de un estado de derecho, recibe duras críticas en lo que se refiere a diversas circunstancias que tienen su origen en la actividad política: por una parte, porque recoge la polémica suscitada por la ley de seguridad ciudadana (también conocida, tras su reforma por el ministro Fernández Díaz, como “ley mordaza”) y, por otra, porque critica las manifestaciones amenazantes de dirigentes de Podemos (Iglesias y Echenique) y de Vox (sin mencionar a nadie en concreto) dirigidas a periodistas, así como la actuación del Gobierno, tanto en la aplicación de la ley durante el estado de alarma, como en su realización de ruedas de prensa ortopédicas en las que los periodistas tenían que formular sus preguntas por escrito y con antelación. En todo ese conglomerado fáctico hay una constante: políticos legislando contra la libertad, seguramente por temerla cuando se desborda, y prácticos de las normas (policías, también jueces y fiscales en alguna medida) y los propios políticos de nuevo, elevando la norma a la categoría de dogma cinco minutos antes de justificar lo injustificable cuando el vandalismo aprovecha la ocasión y nos parte la cara.

Sin libertad de prensa no cabe el mínimo oxígeno que requiere nuestro cerebro para conocer, discernir, decidir

Como consecuencia de la aplicación de la ley de seguridad, y quizás porque en todos los colectivos pueden existir las manzanas podridas, lo cierto es que el informe trae a colación prácticas policiales (y penitenciarias) poco ortodoxas, aunque al respecto quepa decir que las organizaciones que se ocupan de este tema siempre son rigoristas y que, salvo en países de poca conflictividad social, población poco concentrada o todo junto, dichas prácticas desgraciadamente se dan, como el propio país estadounidense podría recordar de sí mismo.

Pero son quizás el periodismo y la libertad de expresión los ámbitos que inducen a mayor reflexión, porque la relación que siempre se ha establecido entre periodistas y política sufre un curioso giro, tras años de considerarse a la prensa como el cuarto poder (o quizás por ello), y contempla el periodismo como víctima de la política y de la violencia ciudadana que ésta alienta con sus manifestaciones críticas o amenazantes de los periodistas. El informe relaciona esta circunstancia con una ley de seguridad que considera extralimitada (aunque en su mayor parte ha sido avalada por el Tribunal Constitucional), pero el colofón de todo ello se centra en Catalunya, a la que considera “territorio peligroso” para la prensa con la misma contundencia que refiere la (debatida) violación de los derechos humanos en las figuras de Jordi Sànchez y Jordi Cuixart como consecuencia del extremo celo con que se evaluaron las manifestaciones producidas en septiembre de 2017 y que finalmente resultaron en su encarcelamiento y condena.

Por supuesto no es ajeno a este berenjenal el hecho de que cada bando en política acuse de irresponsable y parcial al periodismo cuya línea editorial le da urticaria, y sin duda podría hacerse una crítica contundente a la proliferación de información no contrastada (en muchos casos por efecto de la prisa que propician unas redes sociales donde la información falaz corre a gran velocidad de forma paralela a la veraz). Pero nada de eso quita que sin libertad de prensa (la poca que dejan unos medios privados en manos de pocos y unos medios públicos atenazados por las guerras partidistas y algunos intereses menos confesables) no cabe el mínimo oxígeno que requiere nuestro cerebro para conocer, discernir, decidir. Porque no hay mayor, ni mejor independencia que la de cada cual y ésta solo es posible a partir del conocimiento.