Parece que va aumentando el número de personas que deciden dejar de trabajar para vivir una vida distinta de la que les depara el trabajo. En algunos casos, se trata sencillamente de cambiar la actividad (poner un turismo rural quien antes trabajaba en una gestoría), y eso sin duda no solo es lícito, sino oxigenante. El fenómeno del burnout está directamente asociado al desempeño de tareas poco gratificantes de manera mecánica o a otras, que habiendo sido atractivas al inicio, acaban provocando el estrés de los resultados necesarios o la monotonía de lo que, repetido, ya no se ve igual. Pero cambiar de trabajo con rutinas nuevas y misma rueda entre necesidades e ingresos no es lo que me ocupa aquí. Me refiero a aquellas otras personas para las que, de pronto, por la razón que sea, es el trabajo en sí lo que deja de tener sentido en una especie de súbito descubrimiento de la cortedad de la vida y de su necesidad de ocupar las horas (inciertas) que les queden transitando por sus hobbies, sus pasiones y, por tanto, por la negación casi total de las obligaciones laborales.

Imagino que se trata de personas para las que los vínculos familiares no comportan a su vez obligación alguna. Como a los apóstoles, los imagino en un constante “Dios proveerá”, que permita solucionar la mínima intendencia necesaria en el día a día, y eventualmente atender a aquellas contingencias, de difícil resolución sin dinero, que se van acumulando sobre nuestras espaldas cuando llega la vejez. Imagino, pues, que en general, quienes toman esas decisiones no dejan hijos o padres atrás y tienen todavía el vigor necesario para lanzarse a los caminos, recorrer el mundo, salir de la esclavitud laboral y aventurarse en aquellos territorios donde los derechos, la asistencia sanitaria, la seguridad jurídica o el propio respeto por la vida ajena, no caen de los árboles precisamente. O sencillamente diluirse en parajes cercanos, más rurales que urbanos, donde quepa el trueque sobre la base de mínimas exigencias vitales, con todo lo que eso comporta, incluido dejar de conectarse a internet.

La emancipación consistiría, para quienes creen que el trabajo ni dignifica ni puede hacerlo, precisamente en dejar de trabajar; ése es el sueño que se nos vende con la lotería y ese sueño está en la base del ansia por el dinero fácil

Ah, pero no. Justamente esa última, la desconexión virtual, no la imagino. Quizás me equivoque, pero así como dejar el trabajo me parece relativamente fácil para cierto perfil social, por el componente romántico que lleva asociado, me resulta mucho más difícil creer en su desconexión del mayor símbolo de lo que pretenden dejar atrás. Y sí, es fácil comprender que hay infinidad de personas hartas del mundo en el que han vivido, de sus rutinas, y de la falta de esperanza que conlleva una rueda de trabajo, cansancio, descanso y vuelta a empezar, en la que ninguna alegría espera a la vuelta de la esquina, pero no sé por qué se me hace difícil pensar que son esas personas las que abandonan. Para imaginar mundos (que se creen) mejores es necesario tiempo. La imaginación se oxida en el esfuerzo abusivo, no hay tiempo para aburrirse, todo es velocidad. Y no voy a ahondar ahora en la distinta actitud de quienes apuestan por el carpe diem o están atemorizados en el ubi sunt, porque no creo que se trate de exigir optar entre alternativas maniqueas como las de la cigarra y la hormiga, pero sí podríamos plantearnos qué significa el trabajo para quienes lo abandonan y si creen que cualquier actividad que lleven a cabo más allá de la que hasta entonces desempeñaban por obligación puede acabar convirtiéndose, incluso si es una pasión, en un calvario por el hecho de tener que desempeñarla para sustentarse o sustentar a quienes dependen de ellos.

Sobre el trabajo se ha hablado de muy diversos modos. Desde la consideración bíblica de que se trata de una maldición hasta el valor otorgado a las plusvalías que genera según la filosofía marxista, hemos visto a lo largo de la historia del pensamiento tratamientos muy diversos, incluido el que precisamente el yerno de Marx, Paul Lafarge, hizo en su Elogio de la pereza. La emancipación consistiría, para quienes creen que el trabajo ni dignifica ni puede hacerlo, precisamente en dejar de trabajar; ése es el sueño que se nos vende con la lotería y ese sueño está en la base del ansia por el dinero fácil de una parte de la juventud, alguna ya no tan joven, pero en todo caso cada vez menos resiliente. Y sin embargo, al tiempo hablamos del drama alienante de las personas desocupadas, que en el paro pierden su dignidad, como ocurre con las personas que se jubilan (evidentemente dejando a un lado prejubilados sanos o privilegiados del Parlament). Para ellos el drama es no volver a incorporarse a la rutina que ordena la fisiología y nos da parámetros de referencia para las cosas que nos hacen felices: ¿qué sentido tiene descansar, si no es por el hecho de haberse cansado? ¿Qué sentido tiene soñar con un viaje, unas vacaciones o una celebración, cuando su valor incluso económico no viene de la mano de lo que se ha ganado? ¡Claro que con la nueva tendencia fiscal ahorrar para un viaje va acabar convirtiendo a quien lo pueda hacer en delincuente!

Trabajar para vivir o vivir para trabajar es una dicotomía falsa, a pesar de que exista quien solo se dedicaría a aquello que profesionalmente le llena incluso vaciando cualesquiera otros ámbitos (sociales, familiares, emotivos), y que exista también quien es capaz de llenar su vida de nada, vegetando, cayendo poco a poco y cada vez más en la autodestrucción que se desprende de la falta de sentido, del famoso ikigai japonés. El equilibrio se encontraría como siempre, como dicen los clásicos, en el áureo medio: el esfuerzo para el descanso, la rutina para romperla y el sueño para forjarlo. A los poderes públicos hay que exigirles el entorno de oportunidades que haga del trabajo una digna parte de nuestra vida, para colorear de significado lo que somos y el resto de las facetas en las que nos desplegamos. La deserción del trabajo es un síntoma más del suicidio colectivo al que nuestra civilización parece definitivamente abocada. ¿O es que no era el trabajo un derecho?