Cuando la Rambla era el paseo del que Hemingway se enamoró, no habían aparecido aún las tiendas de souvenirs, recuerdos imposibles para turistas casposos, y tampoco las que sustituyeron, con supuestos productos catalanes, los kioscos de animales, para luchar contra el maltrato de la fauna con atribuciones de mascota, intención de imposible satisfacción como se aprecia por la proliferación de negocios sobre comida y cuidados de seres que sin duda han tenido que ser adquiridos en alguna parte.

La Rambla había quedado ya sin parte importante de su esencia cuando una pandilla de miserables blasfemos interpretaron el nombre de Dios en clave de sufrimiento humano provocando un 17 de agosto, y la pandemia vino a darle la puntilla cuando dejaron de tener sentido los alquileres astronómicos y los consecuentes precios de infarto para cañas y platos de bravas en los bares de la zona.

Entre quienes lo único que hacen en esas plataformas virtuales es enseñar su físico y aquellas ofertas sórdidas de los sex-shop de antaño, las diferencias son lo que ahora cobran, la complicidad de las redes y esa absurda idea, pretendidamente feminista, de que quien así actúa “se empodera"

Al final de la Rambla y durante el tiempo que construye mi memoria de juventud, bajando a mano derecha y después del histórico Hotel Oriente, recuerdo cómo se confundían un frontón de pelota vasca con una serie de locales donde la prostitución se llamaba alterne y se exhibía en escenarios. Dentro de alguno de esos locales existían subespacios dedicados a que mujeres anónimas enseñasen en vivo sus cuerpos para que, a través de un vidrio, consumidores de pornografía pudiesen ver, de forma aún más anónima, sus desnudeces y posiciones más o menos sexualmente explícitas.

Hoy esos locales están en franca decadencia o desaparecidos. Internet ha venido a blindar, eso creen ellas, el anonimato de las personas que miran, al tiempo que ha lanzado al estrellato a las que se enseñan. Por supuesto se ofenden si se les llama prostitutas, pero si lo fueron en el local, también lo son ahora. Forman parte de la legión de personas que se abonan a esa nueva forma de espectáculo, streamers, cuya mayor o menor audiencia depende del nivel de escándalo que generen, una habilidad para la que no hace falta tener formación alguna que se aprenda en una escuela o en una universidad, convenciendo a quienes estudian o se preparan profesionalmente de que son imbéciles por no tomar tan lucrativo atajo al éxito y el dinero.

Entre quienes lo único que hacen en esas plataformas virtuales es enseñar con evidencia su magnífico (o no tanto) físico, hacer contorsionismo sexual o explicar aventuras íntimas, y aquellas ofertas sórdidas de los sex-shop de antaño, las diferencias son lo que ahora cobran, la complicidad de las redes y esa absurda idea, pretendidamente feminista, de que quien así actúa “se empodera". Claro que la política nos demuestra cada día que hay otras muchas formas de prostituirse, pero como ven, junto al virus de la pandemia, también va ganando terreno de manera silente, creciente, inapelable, una epidemia de ignorancia. El desconocimiento de que la libertad tiene siempre precio, y que las consecuencias indeseables de esa mala concepción de nuestro margen de maniobra son el triste pago de nuestra responsabilidad.