No podemos hablar de otra cosa. Todos los temas cotidianos con los que se nutría la agenda de los partidos políticos para criticarse mutuamente la falta de acción o una acción equivocada han pasado a segundo plano. Por una vez, nos parece que las guerras de otros son un poco nuestras en un sentido mucho más cercano que el de dolerse por las tragedias humanas. Nos damos cuenta de que, cuando Josep Borrell dice que tenemos que bajar la calefacción en nuestros hogares, nos está recordando la interconexión con ese lugar al que demonizamos, pero del que importamos buena parte de la energía necesaria para no pasar frío. Y sea Rusia o Argelia, su política y los derechos humanos que pudieran ser violentados en esos territorios nos han importado bien poco durante mucho tiempo.

No podemos hablar de otra cosa, si no queremos parecer insensibles, pero en el fondo esa guerra es también nuestra por los efectos colaterales que van a sufrir los de aquí, casi siempre los más vulnerables, incluido el peso que puedan suponer quienes desde allí tengan que venir, vulnerables por partida doble. Desde una perspectiva muy macro es posible que dentro de 10 años nada se recuerde, que algunos hayan conseguido hacer su agosto en el oportunismo de aprovechar la miseria de otros para engrandecerse, que de un modo u otro la humanidad haya sobrevivido a sí misma y a su incapacidad para superar atávicas formas de competir, a mazazos, o ahora, ojiva nuclear en ristre.

No podemos hablar de otra cosa, si no queremos parecer insensibles, pero en el fondo esa guerra es también nuestra por los efectos colaterales que van a sufrir los de aquí, casi siempre los más vulnerables

No podemos hablar de otra cosa, aunque de esta cosa sepamos bien poco. Nos hemos convertido de pronto en expertos en energía, en sabedores de geopolítica, en especialistas de sabe Dios qué lugares de la Tierra que hasta ahora eran solo un nombre en el mapa. Parece verosímil eso de que Putin no quiera en realidad la conquista del mundo, como nos venden desde Estados Unidos y desde la propia Ucrania, sino mantener en la pobreza ese territorio limítrofe, otrora parte de la gran potencia soviética y que, acercándose al mundo occidental, ha visto multiplicado por mucho su potencial económico, y que puede significar, para los familiares rusos que todos ellos tienen al otro lado de la frontera, una fuente de conocimiento que no es censurable como puede hacer su presidente con los medios de comunicación. Esa esperanza de que el conflicto sea queridamente local, que no lo es para los ucranianos, pero sí para nuestro bienestar occidental, sin duda permite comprender la alegría con la que las bolsas están recibiendo un encarecimiento de los costes energéticos que era impensable, por mastodóntico, cuando la izquierda criticaba a la derecha lo que hoy se nos antojaría el paraíso de los 60 € por megavatio y hora. Esa alegría, ese relajo de los operadores de la especulación permite aventurar sus colmillos preparados para cuando todo pase, para cuando dejemos de aparentar llorar y vuelva la cotidianidad y, con ella, el olvido de tanta gente abandonada en las cunetas de su futuro, vuelvan a casa o no.

No podemos hablar de otra cosa, porque nos arrastra el ruido mediático organizado en torno a un cierto lugar, olvidando que el mundo se debate entre conflictos desde mucho antes y con mucha mayor contundencia, de modo que tampoco cuadra en el esquema lo de que las instancias jurisdiccionales internacionales estén amenazando a un solo actor con demandarlo por crímenes contra la humanidad. Porque sí, en esta extraña guerra mueren personas, pero nada que ver con tantas otras guerras del presente y, por supuesto, con guerras aún cercanas con mortalidades de proporciones elefantiásicas, con millones de civiles masacrados. De hecho, es difícil entender los números, si no es pensando que Putin quiera evitar que propios y extraños lo tilden de eso con lo que se le amenaza categorizarlo, un criminal de guerra.

No podemos hablar de otra cosa, y así hemos sustituido a los virólogos por los geopolitólogos, hablando ahora de otra pandemia que sufre, como aquella primera, de un exceso de información, condicionada e intencionada de modo que sea mucho más difícil el conocimiento que una babélica confusión. Y en la babélica confusión seguimos, alegres tras cada tertulia de bar en la que aún podamos pagarnos un café.