Tuvo que llegar el 155 para darnos cuenta de que teníamos un grado de autogobierno más que encomiable, de hecho, en muchos aspectos, mayor que el de cualquiera de los estados compuestos que conocemos. Sí, con fallos, como fallos tiene la forma de representación, el sistema electoral o el modo que se gestiona eso tan rimbombante como poco preciso a lo que llamamos transparencia, pero muy distinto de la nada francesa, por poner de ejemplo al ganador del Mundial y vecino mediterráneo y europeo. Tan algo es eso del autogobierno que quien lo niega se escandaliza con la opción política de quienes proponen que se elimine.

Tuvo que llegar el 155 para que comprendiéramos con algo más de claridad que el Estado es una máquina imponente en la que los designios de sus titulares coyunturales son lo de menos, que una vez puesta en marcha, sobre todo en lo que a su aparato ejecutivo y judicial se refiere, ya casi nada puede pararla, en la mayor parte de los casos, porque así se asegura sobrevivir este modo de ordenación que nos hemos adjudicado y en algunos otros, por el nivel de corruptela y negrura que toda maquinaria en funcionamiento lleva aparejados a los humanos que las regentan. Una máquina, sin embargo, que al respetar su libertad a quienes hablan de “presos políticos”, demuestra hasta qué punto la expresión es falsa incluso aunque dentro de ella existan quienes creen que deberían estar todos en la cárcel.

Rajoy se ha marchado con una dignidad y renuncia a las pompas del exdirigente que ya nos gustaría haber visto en los anteriores presidentes de Gobierno y sobre todo en quien le sucede con la boca tan llena de buenas intenciones. El Rajoy que nada hacía es quien puso en marcha ese artículo 155 con el que algunas personas de pronto se dieron cuenta de lo que es la libertad por el hecho de haberla perdido, situación de privación en la que tal vez se estén preguntando si valió la pena el viaje hasta la cárcel, vista la pelea intestina que ha montado un “quítame allá esa suspensión de Puigdemont”.

Conozco mucha gente en la que la ilusión por la república ocupa la mayor parte de su tiempo consciente. A todos ellos, una mirada compasiva, son ya mayoría los que saben que cuanto menos su deseo se verá preterido décadas

Hubo quien creyó que de verdad esto iba de declarar la república de Barataria, una república que les prometieron que alguien apoyaría desde fuera, que ya estaba preparada para cualquier cosa y que albergaría la mayor salud democrática de la historia de Occidente de la mano de quienes, de la mano de la tertuliana omnipresente, afirman sin ruborizarse que solo hay que cumplir las “leyes democráticas” (haciendo equivalente esa expresión con la de “leyes que me gustan”). A quienes se atreven a decirles que todo fue un engaño, o en el mejor de los casos, un error en el cálculo de los tempos y las adhesiones, los tildan de traidores, intentando seguir tejiendo un discurso belicista con los mimbres del autogobierno, mientras, de tapadillo, van recuperando cargos para pagar a quienes entretengan la parroquia, no sea que ésta descubra el engaño.

Porque algunos lo han visto ya, y otros están a punto de verlo, aunque también hay quien no lo verá jamás, porque le va el sueldo o la alegría. Conozco mucha gente en la que la ilusión por la república ocupa la mayor parte de su tiempo consciente. A todos ellos, una mirada compasiva, son ya mayoría los que saben que cuanto menos su deseo se verá preterido décadas. A quienes abandonaron el sueño hay que decirles que están llamados a protagonizar el deshielo de esta guerra fratricida entre quienes persisten en llamar nazis a los que reivindican (y construyen incluso contra ley) un estado propio, y quienes se empeñan en llamar fascista a todo el que defiende sin matices (y a veces impone) el pacto constitucional de 1978. Porque la mirada compasiva, que lo es sobre el conjunto, abre a la vez una puerta a la esperanza de recuperar de ver en el otro el contrapunto de lo que somos.