Aquí van las mías en torno al resultado del pasado domingo, tras escuchar y leer otras voces, indagar en el histórico y pensar desde mi perspectiva de nieta de quienes desde Baeza llegaron a Barcelona hace un siglo para ganarse honradamente la vida en un lugar amable y abierto que ofrecía oportunidades a quien no tuviera miedo a trabajar. Aquí van, ordenadas de menor a mayor importancia, según mi personal criterio.

Andalucía sigue absteniéndose: nuevas generaciones se incorporan, pero el principio de participación política se mantiene allí en el déficit. Se habla de andalucismo, pero es impostado, y hoy ya reactivo a Catalunya, porque Andalucía es el pilar fundamental de España y su voluntad de autogobierno es más parecida a la asturiana (mi otra raíz familiar) que a la del País Vasco. En unas elecciones tensionadas por el voto útil como lo han sido éstas, más de un cuarenta por ciento de quienes podían votar (6.641.828, con más de 300.000 que lo hacían por primera vez) han decidido no hacerlo. Indiferencia por lo autonómico en más de la mitad de su población. Nada parece importar esto a los votados, pues no se les ha oído comentarlo.

El partido instrumental Ciudadanos ha muerto. Tras la soberbia de Rivera, que quiso ser Casado (ya ves...), y la estulticia de Arrimadas, que quiso traicionar al PP en Murcia a cambio de ve a saber qué ofrecimiento socialista, solo quedaba apuntillar el partido, lo que se ha producido en dos golpes: Madrid y Andalucía, donde a un fiel Juan Marín se le han escapado todos los escaños que tenían los naranjas. Su marinería ya se va recolocando (quizás incluso el propio Marín), también a dos bandas, si no a tres, según las distintas almas que lo alumbraron. Sirvió para que los dos grandes partidos del sistema mirasen hacia adentro y purgasen en parte sus culpas, pero el viaje ha sido costosísimo, sobre todo en términos de concordia en Catalunya. Adiós.

La incontestable victoria popular en Andalucía parece refrendar el perfil de moderación que ha acompañado siempre al actual líder del PP, y le aleja de la necesidad de ampliar los pactos con Vox

Los grandes partidos del sistema (y algunos de los periféricos) pasan de vez en cuando por el desierto, una travesía consecuencia de desgastes grandes producidos por la corrupción inherente al poder y por la desilusión de los propios al ver cuánto se parecen los suyos a los demás. Ahora le toca al PSOE de Andalucía, se ponga como se ponga una Adriana Lastra que quería salir a tomar las calles si se producía el resultado que hoy es una realidad y que ahora atribuye la victoria de Moreno al Gobierno de Sánchez (como si de su bolsillo hubieran salido los fondos europeos aplicados en Andalucía). Los ERO malversados y la decepción por todas las promesas incumplidas, que han mantenido durante décadas a Andalucía a la cola española en la mayor parte de los indicadores económicos, han propiciado que el PSOE haya sido enviado otros cuatro años al rincón de pensar. Por su bien y el de todos, debemos desear que haga los deberes.

Los dos partidos actualmente colocados en la periferia del sistema (también llamados extremos, también llamados populismos) han contribuido a centrar el discurso de los dos partidos sistémicos. De hecho, uno de los extremos, el de Podemos, tiene cada vez una cara más sistémica, como corrobora la desfachatez de Oltra en el asunto por el que está imputada. PP y PSOE se han dado cuenta de que de nuevo las elecciones se ganan por el centro, pero el PP se ha dado cuenta antes: sustituyó a Casado por Feijóo, apoyó (¿por error?) la minirreforma del Gobierno y amigos de su legislación laboral, pactó acuerdos audiovisuales con el PSOE contra esos mismos amigos y se hace el esquivo con Aragonès, que le advierte sin fuelle que “esta es la última vez", si no se activa la mesa de diálogo de la que ya solo ellos y quienes les muerden los talones se acuerdan.

La incontestable victoria popular en Andalucía parece refrendar el perfil de moderación que ha acompañado siempre al actual líder del PP, y le aleja de la necesidad de ampliar los pactos con Vox más allá del caso de Castilla y León, donde se lavó las manos de lo que hiciese Mañueco. Éste ya es su tiempo, el de Feijóo, y él no se había pronunciado tajantemente sobre negar la entrada a Vox en el gobierno andaluz, si hubiesen sido necesarios los votos de Macarena Olona y los suyos. No han sido necesarios esos votos, y respiran hoy más tranquilos en el PP. Pero también en Vox. La necesidad de cumplir la promesa realizada por Olona en campaña de que el PP no tendría su apoyo si eran necesarios y no se les permitía entrar en el gobierno ya no se puede materializar. Habría tenido difícil explicar a su electorado que, con la contundencia de la suma de los dos partidos, PP y Vox, pudiera plantearse cualquier alternativa gubernamental. Subiendo dos escaños (solo el PP sube también) y sin posibilidad de demostrar que gobernar erosiona todas las utopías, quizás el resultado no deba leerse como hacen los derrotados restos del podemismo andaluz, con infantil alegría por haber hecho imposible (¿ellos?) su entrada en San Telmo y porque no han cumplido sus expectativas (¿ellos sí?). Porque tal vez lo sucedido se parece bastante a su situación ideal: han subido en votos y escaños, no serán vistos como traidores, y han consolidado su existencia en una comunidad que se creyó de izquierdas mucho tiempo, porque no convenía recordar que el campo (incluso cuando pertenece a otro) es conservador.