Una ya comienza a estar harta de gente que pone mala cara por todo. En mi casa, dicen, yo también soy bastante quejosa por cuestiones no esenciales, y soy objeto de duras críticas. Pero en el caso de Greta se concitan problemas insolubles: si la criticas, porque eres insensible a su disfunción sensorial, has perdido. Si la alabas, porque eres un hipócrita que va en avión y llega tarde a un deber contraído con las generaciones que han de venir, caes en la mediocridad de los que la escucharon y aplaudieron en la ONU. Y si la ignoras, entonces caes en el peor de los infiernos de la reprobación social, porque eres una inconsciente del peligro de “emergencia climática” y de todos sus correlatos.

Cada generación requiere de sus mitos para conseguir apaciguar remordimientos y dirigir deseos. Pero en un mundo en el que el aborto es un derecho, ¿acaso me han de hablar de abstenerse de violentar la selva? En un mundo en el que amenazar de muerte es libertad de expresión, ¿alguien me va a convencer de que debo aceptar sin rechistar un código de conducta que, dicen, evitará la catástrofe del clima?

Imbuidos del mayor grado de soberbia conocido desde los tiempos de la Torre de Babel, sesudos científicos jalean a Greta, la triste por haber sido capaz, ella o quienes manejan nuestras pulsiones desde las redes sociales, de decir lo que más conviene a sus carreras investigadoras y al futuro profesional del creciente negocio de hacer ver que no manchamos y que quienes ahora lo hagan son mucho más criminales que nosotros cuando, hace un siglo, empezábamos a hablar de progreso.

¿Qué hubiera sido de Greta, la triste, sin las tecnologías brindadas por la voraz generación instalada en el Silicon Valley de una contaminante California?

Me cuento entre quienes hacen casus belli del reciclaje en el contexto de la vida familiar (¡quizás por eso tan cascarrabias!). Tengo y cuido animales por los que profeso un cariño que tiende hacia lo humano. Provengo de familias enraizadas en la vida rural, muchos de cuyos miembros murieron suspirando por huir del asfalto y volver a la tierra que los vio nacer. Pero no me manejarán, no me venderán a Greta, la triste, y su obsesión como si trajese en sus manos la redención humana. Dentro de nada o la inteligencia artificial habrá acabado con nuestra depredadora especie y con nuestra compulsiva necesidad de crecer y competir, o alguna rama de la ciencia habrá encontrado otro planeta azul al que emigrar. Quizás lo hagan antes de que volcanes y fallas vuelvan a asolar la tierra como lo hicieron hace siglos, o antes de que otro meteorito vuelva a congelar todo el planeta durante tiempo suficiente para que todos callemos. Quizás si decidimos irnos, alcanzaremos la tan cacareada igualdad en la condición igualitaria de migrantes. Aunque más bien creo que también entonces quedaremos divididos en dos: quienes siempre suspiran por un pasado en el que solo ven bondades y quienes tienen incorporado a su ADN la creencia en el progreso. ¿Qué hubiera sido de Greta, la triste, sin las tecnologías brindadas por la voraz generación instalada en el Silicon Valley de una contaminante California?

Creo que habría sido mejor que Greta apuntara en sus fijaciones hacia el arte. Tal vez su cara reflejaría de tanto en tanto el esbozo de una giocondiana sonrisa.