En economía, y más específicamente en teoría contractual, existe el concepto de señalización, que introdujo Michael Spence hace 45 años. En síntesis, en mercados en que se produce información asimétrica, es decir, donde una de las partes contratantes tiene más información que la otra, resulta efectivo emitir señales a la parte que tiene menos, de manera que haga posible una transacción. El economista indicado lo aplicó al mercado de trabajo, y concretamente al caso del empresario que tiene que contratar a una persona pero desconoce su idoneidad y valía para el sitio que tiene que cubrir. Una manera de salvar esta diferencia de información es hacer caso de los títulos que acredita el candidato, de manera que señala o da pistas más o menos fiables en torno a su capacidad.

Digo más o menos fiables porque la realidad sobre la valía del candidato al puesto de trabajo en cuestión el empresario no la podrá saber hasta que no lleve un cierto tiempo trabajando. Eso, dando por descontado que el candidato no haya mentido sobre los títulos que acredita o bien que no los haya conseguido por vías irregulares.

La polémica que se ha vivido en España hace algunas semanas en relación a los títulos de destacados políticos ilustra la problemática a la cual me refiero, a la vez que pone de relieve algunos aspectos relevantes que se derivan de ella. La lista de personas implicadas es extensa, pero los casos de dos líderes serán suficientes. Uno de ellos es el de Albert Rivera, que en la página web de su partido decía que era doctorando en la UAB, y en realidad no lo era; también en un currículum divulgado por parte del Círculo de Economía rezaba que era doctor en Derecho, y en realidad no lo era. Curiosamente, una compañera suya de partido en el Ayuntamiento de Barcelona, Carina Mejías, se encontró en una situación parecida, y tanto en un caso como en el otro las culpas se las cargó el personal administrativo que rondaba por allí: comete incorrecciones terminológicas (sic) y hace errores a la hora de enviar información (sic). No deja de ser curioso que los errores siempre vayan en el sentido de aumentar el peso de los títulos en el currículum.

Curiosamente, y esta es una paradoja que no encontraríamos en el mundo de la empresa, ser mentiroso y corrupto no tiene coste en el mundo de la política

El otro caso es el de Pablo Casado, bajo sospecha de haber obtenido títulos y más títulos con dudas razonables sobre si realmente el hombre se lo trabajó. La hemeroteca está repleta de este tipo de Einstein simultáneo del Derecho, de la Administración de Empresas y del Derecho autonómico y local. Y también de las dudas sobre cómo los ha conseguido, tal como se puede ver por internet con entradas del tipo prebendas, regalos, convalidaciones, favoritismos, créditos sin ir a clase, excelentes poco verosímiles, posgrados sin pruebas... A la práctica sólo él sabe qué hay de verdad y de mentira en un currículum tan brillante como el suyo, pero huele un poco mal.

Tiene toda la pinta que tanto Rivera como Casado sufren una enfermedad conocida como "titulitis", o inflamación curricular de los títulos que se acreditan. Tanto el uno como el otro, en términos de señalización, serían unos mentirosos. Como eso es una eventualidad que puede pasar en la vida cotidiana, el empresario que citábamos que los quisiera contratar haría bien en pedir pruebas fehacientes de sus titulaciones. Si no las aportaran, la señalización habría sido falsa, una razón sencilla para no contratarlos, cosa que probablemente ya no haría si supiera que se trata de personas que, si hace falta, engañan.

En democracias como es debido, los mentirosos y corruptos que han sido descubiertos dimiten y se van a casa avergonzados el resto de sus días

Ahora bien, en el caso de Casado, habría cómplices, que serían las instituciones que le habrían puesto fácil la obtención de títulos, de manera que, por una parte, a su condición de mentiroso habría que añadirle la de corrupto, por el hecho de aceptar lucir títulos con sombras de irregularidad académica; de la otra también serían corruptas las personas de las universidades que se prestan a hacer este juego. Las consecuencias en términos de costes son nefastas: desprestigio del nombre de las universidades afectadas (la Rey Juan Carlos parece que tiene un cum laude en la materia), desprestigio general de su profesorado, pérdida de estudiantes capaces, mercantilización de los títulos... Y, todavía peor, queda extendida la sombra de la duda sobre la credibilidad del conjunto del sistema universitario.

Curiosamente, y esta es una paradoja que no encontraríamos en el mundo de la empresa, ser mentiroso y corrupto no tiene coste en el mundo de la política, al menos en la española. Eso, como administrados, resulta decepcionante. En democracias como es debido, los mentirosos y corruptos que han sido descubiertos dimiten y se van a casa avergonzados el resto de sus días. Aquí no. Y si además acreditan, como es caso de Rivera y Casado, un excelente sostenido en materias que el lector conoce o fácilmente puede deducir, todavía obtienen premio. Talmente como si se tratara de una señalización inversa. Impensable en la empresa y en las relaciones entre las buenas personas.