Ya vivimos ávidamente el verano —el más excepcional y esperado de los últimos años—, y aunque aparentemente ha cambiado la situación, con él han vuelto las frases típicas de cada temporada. Una es la previsible del "viaje interior". Mucha gente que no podrá ir a la India como había imaginado o lugares lejanos que ya tenía apalabrados, emprenderán como sustitución resignada un "viaje interior" desde su casa, o quizás con un retiro espiritual, una estancia de meditación o unas vacaciones de relax que permitan el silencio y este supuesto viaje hacia las entrañas. El interior lo hemos podido cultivar durante el confinamiento, si las circunstancias nos lo han permitido. Volver o aventurarse a conocer de qué estamos hechos, cuál es nuestro termómetro emocional, qué nos mueve, qué nos paraliza, por qué vivimos, es una tarea que cansa, porque nos implica del todo. Las religiones utilizan a menudo esta expresión del viaje interior, porque es superando las superficialidades y los autoengaños como se llega a la conexión con uno mismo, con la naturaleza, con los otros, con Dios.

El filósofo Ferran Sáez defiende que "no hay ningún viaje interior", que eso son "metáforas baratas, pienso literario caducado de la década de los setenta, ideas devastadas". A su ensayo sobre La vida aèria (Pòrtic), pregona que "tampoco hay ningún viaje exterior", porque argumenta que los aeropuertos son todos iguales, las series de televisión se basan en estereotipos que se basan en denunciar otros estereotipos, la misma pizza precocinada nos la sirven en todos los restaurantes del mundo y por lo tanto "estamos ante una vulgaridad universal e invasiva, impertinente, igual que la música de un anuncio que es el mismo que el del dentista o incluso quizás en un tanatorio". Inexorable, Ferran Sáez, con quien comparto despacho, no duda a confesar su redescubrimiento de la fe, aunque él rechaza llamarlo "viaje interior". No hace aspavientos intelectuales para esconder su redescubrimiento de la dimensión espiritual. He vuelto a la fe porque soy un racionalista de talante escéptico. He vuelto a la fe, o la fe ha vuelto a mí, porque creí firme y honestamente en Dios cuando era joven. Me había alejado muchísimo, pero no del todo". Este doctor en filosofía y profesor en BlanquernaPòrtic vino al mundo una noche de Sant Joan, en un pueblo pequeño como la Granja d'Escarp, en El Segrià. Para él, la fe no es una formula de credulidad, ni la pérdida de fe implica tampoco una apuesta por la incredulidad.

Si cambiamos el viaje por la vida, la vida interior es el templo que nos protege, la muralla que nos ampara, el sofá existencial que nos permite descansar en medio del temporal

La fe no quiere decir creer porque sí, sin más, en cosas que no se vean, ni tampoco al ver cosas que no se creen.

La fe, explicita el filósofo, no es una creencia sino la posibilidad de una creencia a partir de una experiencia previa, que suele ser inefable. La fe, en el fondo, no se puede separar de la experiencia, no es una abstracción intelectual.

La vida interior que las escuelas se afanan por cultivar entre los niños, la vida interior que nos salva de la mediocridad ambiental, la vida interior que da sentido a lo que vivimos, toda esta vida interior que algunos tienen que ir a buscar muy lejos, esta vida es en el fondo una experiencia y no es una idea o un conjunto de ideas bien empaquetadas y organizadas. La fe se parece a la esperanza (no en vano son virtudes hermanas) porque no parte de ninguna certeza. Esperamos contra todo pronóstico, aunque la realidad se quiera imponer, y por eso sobrevivimos, los humanos, porque aunque nos digan que todo se acaba, seguimos buscando una rendija. La expresión "viaje interior" parecerá una vulgaridad o una manera de hacerse el interesante. Quizás sí, pero si cambiamos el viaje por la vida, la vida interior es el templo que nos protege, la muralla que nos ampara, el sofá existencial que nos permite descansar en medio del temporal. El verano propicia este deseo de encontrarla, y nos brinda el tiempo necesario para intentarlo.