Cuando se empiezan a marchar tus referentes, una especie de frío interno se te instala en el esqueleto y ya no te abandona. Vives para siempre con tus muertos. Fue un fenómeno que nos afectó a los que tenemos la manía del periodismo religioso, cuando murió sin aviso previo la periodista televisiva española Paloma Gómez Borrero. La veterana reportera vaticanista, que se fue el día de mi cumpleaños, era conocida como "Papaloma", por su proximidad y cobertura de los vuelos papales. Ahora ha sido el turno, por culpa del coronavirus, del leyendario francés Henri Tincq. Mi padre me recortaba todos sus artículos, siempre polémicos, escritos con finura e ingenio, enrabiados con una Iglesia que él quería mucho más humilde. Fue un periodista religioso auténticamente duro para con las jerarquías y supo analizar la Iglesia posconciliar y hacerla interesante para un público culto francés no necesariamente acostumbrado a las religiones y que se miraba este tema con las gafas no siempre nítidas de la aparente neutral laicismo.

Antes de morir concedió una entrevista a Le Monde des Religiones donde confesaba que ya no reconocía a su Iglesia, que había visto con un viraje peligroso hacia la derecha. Uno de sus libros es El gran miedo de los católicos en Francia. Este caballero de la Legión de Honor contribuyó a ampliar el conocimiento de los franceses sobre religión con la Larousse de las Religiones. Desconcertado con la elección de Ratzinger, diseñó objetivos para la Iglesia que veía demasiado cerca de la deriva fundamentalista. Fue acusado de ser más amigo de los protestantes que de los católicos y a los ortodoxos los veía con una cierta reticencia. Él quería una Iglesia social, generosa, ecuménica y no tanto disciplinaria y dogmática, una Iglesia que le dio herramientas para la vida, para la fe y para su vida profesional. Se irritaba ante la arrogancia de quien no sabe encarar una sociedad laica, pluralista y multicultural argumentando que así se borran las referencias cristianas. Reconocía que la hegemonía cultural de una izquierda liberal daría, a Francia, un sentimiento a los católicos que son los eternos perdedores en la evolución de la sociedad, especialmente en derechos individuales.

Tincq criticaba que los obispos fueran tibios y poco combativos ante la recuperación de la extrema derecha dentro del electorado católico y añoraba las voces de cardenales como Lustiger o Decourtray en los años 1980 advirtiendo que el Frente Nacional era neopagano y antievangélico. Este periodista socarrón y complejo defendía que para el Estado la Iglesia tenía que ser un socio, un interlocutor a tener en cuenta, sin tocar las reglas de la laicidad, pero sí como parte dialogante en temas de interés nacional como la educación, la bioética, los refugiados e inmigrantes, la solidaridad. No estaba alelado y tenía mucha conciencia de los riesgos del integrismo (no sólo de la religión, también de la política). Paradójicamente el virus de la Covid-19 ha matado a quien más advirtió del virus del fundamentalismo, las identidades exclusivistas, el falso doble discurso moral, la incoherencia.