Dios, patria y libertad. Es el lema de la República Dominicana, el país caribeño que exhibe ser el primer lugar que Cristóbal Colón pisó en 1492 (exactamente, el almirante desembarcó donde hoy se encuentra Haití). Los dominicanos comparten la isla de la Española con Haití, el país más pobre y empobrecido del mundo, un foco de violencia, corrupción política, falta de recursos y desastres naturales que parece no tener fin. La inmigración que proviene de Haití es muy alta, y el país no siempre es permeable a acogerlos. Cada día hay deportaciones de haitianos hacia el país vecino, que no sabe cómo canalizar esta presión. Una de las últimas medidas es no dejar entrar mujeres haitianas embarazadas de más de 6 meses porque saturan los hospitales. Es más fácil ser acogedor con la inmigración cuando tienes muchas hectáreas de terreno y vives bien que cuando tienes un pequeño trozo del suelo en una isla con superpoblación. Ante esta realidad, hablar de lo que defiende el Papa en la cuestión de la inmigración a la Dominicana es, por lo tanto, poner el dedo en la llaga.

Dar gratuitamente una pizca del propio tiempo para escuchar a las personas es el primer gesto de caridad, sostiene el papa Francisco, que cree que en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y ser escuchado

Acoger, incluir... son verbos que parecen no tener cabida en una isla que acumula demasiados déficits en los derechos humanos más elementales. Es en este contexto, en el que asoma la semilla del racismo latente, donde he conocido estos días a Ana, una estudiante universitaria dominicana invidente. Era una de las asistentes a la Semana de la Comunicación que se ha organizado en la República Dominicana, donde este año me han querido de profesora invitada. Ana se sentaba en la primera fila en las conferencias y no paraba de sonreír y de mover la cabeza para asentir mientras yo desgranaba un discurso basado en la importancia de escuchar al otro. Me refería a las redes sociales, a la soledad digital, a la necesidad de no ser autorreferente y mirar a los demás y no a nosotros mismos. No era un discurso mío, sino del Papa, que ha escrito para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales —que se celebra hoy en todo el mundo— donde básicamente reclama que se tiene que aprender a escuchar con el corazón. Yo añadía que no sólo va bien escuchar con el corazón, sino también con los pies, las manos, las neuronas... y que en esta escucha entraba no sólo escuchar a los nuestros, que eso era muy fácil, sino a los que no nos gustan nada, nos disgustan o nos estorban. El Papa invita a escuchar a los migrantes y sus historias, porque son personas con un nombre y una historia y reconoce que hoy muchos buenos periodistas lo hacen. Después, cada país hace lo que puede con sus regulaciones migratorias, pero lo que cuenta es no disponer sólo de números y datos, sino de situaciones reales de las personas.

Dar gratuitamente una pizca del propio tiempo para escuchar a las personas es el primer gesto de caridad, sostiene el papa Francisco, que cree que en la Iglesia hay mucha necesidad de escuchar y ser escuchado y que el hecho de escuchar es un don precioso y generativo que ofrecemos los unos a los otros. El Papa cita al teólogo Dietrich Bonhoeffer, que escribió que "quien no sabe escuchar a su hermano, pronto será incapaz de escuchar a Dios".

Comenté que el Papa critica la falta de escucha dentro de la Iglesia y la creación de capillitas y discursos estériles que no llevan a ningún sitio. Escuchar es performativo e implica un cambio en quien escucha, porque aunque a veces sea mínimo, escuchar al interlocutor te hace cambiar de perspectiva.

Ana, en Santiago de los Caballeros, esperó a que acabara la conferencia y quiso hacerse una fotografía conmigo. Me deseó que Dios me bendijera y me cogía del brazo con emoción agradeciendo las palabras que acababa de escuchar que la habían empoderado. No tengo la fotografía, y desconozco si nos la hicieron con su teléfono. Ella, si la tiene, no la ve. Pero ella vio de otra forma, y yo con ella descubrí un Caribe que no tiene nada que ver con Punta Cana o la Isla de las Tentaciones. Y no está hecho de cocos o ron, sino de una intensidad que sólo se capta en el cuerpo a cuerpo, en la proximidad humana, en el deseo de conocer, de formarse. Personas como Ana demuestran que otro mundo es posible, que una discapacidad física no detiene un proceso formativo, que nos necesitamos los unos a los otros para avanzar. Gente que sabe agradecer lo que recibe y que sabe dar. Cierro los ojos y visualizo un Caribe transformador a pesar de las absolutas desigualdades y males endémicos que allí perviven. Hay esperanza. Y tanto trabajo por hacer.