La Iglesia anglicana votó a favor del Brexit y de olvidarse de Europa y de su intervencionismo obsesivo en todos los aspectos vitales. "La Unión Europea nos quiere legislar todos los aspectos de nuestra vida, incluso Europa quiere regular qué curva tiene que tener una banana para homologarla a sus estándares". Es uno de los tópicos que circulan por los ambientes londinenses, y que ilustra muy bien este rechazo a una Unión Europea que todo lo quiere medir y controlar. Y a un imperio, no lo puede controlar una máquina. Los católicos británicos, en cambio, eran partidarios de seguir en Europa. Y también las minorías religiosas, que ven en el viejo continente alianzas y seguridades, muchas más que en el aislamiento de la nostalgia imperial británica no encuentran.

El profesor Tim Hutchings, de la Universidad de Nottingham, ha explicado a mis alumnos de Gobernanza Global y Religiones que el multiculturalismo británico que tanto admirábamos algunos está muy debilitado, y que la Covid-19 ha proyectado una enorme sospecha sobre las minorías religiosas. Los musulmanes han sido acusados de no guardar las medidas de seguridad e higiene, y el repliegue populista ha causado mal ambiente y auge del racismo. Los culpables siempre son los otros, como si la sombra de Sartre planeara sobre una isla que todavía vive de una riqueza global y unas formas medievales e identitarias muy arraigadas. El referéndum del 2016 para quedarse en Europa o marcharse mostró como los anglicanos fueron decisivos para decir adiós a Europa, mientras que por ejemplo los evangélicos y los católicos eran más proeuropeos. Quien quiere marcharse de Europa lo hace por cuestiones nacionales e identitarias, económicas, pero también por una política contraria a la integración de los inmigrantes, y este es un aspecto que emerge cada vez con más vigor.

Los anglicanos sienten que su identidad británica se protege sin Europa. Los otros cristianos, sean protestantes, católicos u ortodoxos, creen que su identidad minoritaria tendrá más apoyo por parte de Europa

Las razones para querer dejar Europa (o para abandonar lo que sea) son utilitarias, pero también afectivas, como apuntaron ya Lindberg y Scheingold en los años setenta. Los anglicanos sienten que su identidad británica se protege sin Europa. Los otros cristianos, sean protestantes, católicos u ortodoxos, creen que su identidad minoritaria tendrá más apoyo por parte de Europa. No olvidemos que el Conservative Party está ligado a la Iglesia de Inglaterra, del mismo modo que en Alemania la Unión Cristiana Democrática arraiga en católicos y protestantes. El catolicismo se aleja de las iglesias nacionales, ya que contiene en sí mismo una universalidad que le hace sentirse más cómodo en una Unión Europea, por ejemplo, que en un solo estado encogido. Católico, en griego, quiere decir universal. Para la Iglesia anglicana, una idea supraestatal como la Unión Europea ha sido siempre un motivo de sospecha. El Brexit ha penalizado a las minorías religiosas, más aisladas todavía de sus redes europeas y más indefensas en una britanicidad que se repliega en sí misma.

Tim Hutchings nos hacía ver como el multiculturalismo en la isla británica es frágil y fragmentado, y como el racismo y el populismo están ya desacomplejados en el espacio público. Los británicos han prescindido de Europa, pero tampoco están consiguiendo ser un modelo de ciudadanía intercultural como para reflejarnos en él. Está fallando alguna cosa, y no es sólo la controladora o inoperante Europa, que no deja de ser un artificio más o menos útil y con sentido histórico. Europa no es el problema, ni abandonarla, la panacea.