Los líderes producen cambio, mientras que los mánagers aportan estabilidad. El experto en gobernanza de personas e instituciones José Fernández Aguado ha extraído enseñanzas sobre liderazgo basándose en cinco siglos de experiencia de los jesuitas, unos maestros en liderar el talento libre. Liderar, explica Aguado, es "conseguir que la gente haga lo que tiene que hacer". En un libro editado por LID, desgrana cómo se aprende a gobernar, qué hacer del "fuego amigo" y dilucida si el líder nace o se hace. Pedro Arrupe (1907-1991), que fue general de la Compañía de Jesús, más conocidos como jesuitas, era un auténtico líder. Y el fuego amigo le llegó, y no de manera superficial. A todos los sectores llega este fuego: en lugar de focalizarse la organización en objetivos comunes, se tiende a dilapidar esfuerzos y tiempo en luchas internas, dice Aguado. De hecho, el fenómeno todavía es más frecuente cuando se da un entorno de crisis; por ejemplo, cuando desaparece un líder. Arrupe no había desaparecido, pero quería dimitir, y este gesto inédito le costó muchos disgustos.

Este vasco de Bilbao fue general de la Compañía después de Jean-Baptiste Jannsens y antes del padre Peter Hans Kolvenbach. Los años de Arrupe, desde el 22 de mayo de 1965 hasta el 3 de septiembre de 1983, fueron de todo menos plácidos o intranscendentes. Este general consideraba que no se puede responder a los retos de hoy con soluciones de ayer. No es una frase para decorar un corcho en la pared, sino que es todo un programa de gobierno. Arrupe era un vasco que vio atrocidades: fue testigo personal de Hiroshima (de hecho, es autor del libro Yo viví la bomba atómica) y el nazismo, y vivió tensiones eclesiales que lo hicieron sufrir mucho. Fue acusado incluso de espía, en Japón. Arrupe, alumno brillante, hablaba siete lenguas y su especialidad era la psiquiatría. Una frase sensata de Arrupe es que la vida no tiene problemas sino que nos plantea "retos". Escucharlo debió de ser un privilegio. Quiso limitar el mandato de los jesuitas y fue el impulsor de una de las joyas de la corona de la Compañía de Jesús en el mundo: el Servicio Jesuita para los Refugiados, una auténtica institución.

En una visita a España se reunió con Franco y denunció las torturas. La respuesta del general Franco fue: "¿Tiene pruebas de estas torturas?". Y él le contestó que había visto la espalda de algunos jóvenes torturados. No tenía pelos en la lengua ni miedo a ninguna autoridad.

Presentó la renuncia pero el papa Juan Pablo II no se la aceptó. De hecho, Arrupe es el primer general de la Compañía de Jesús que presentó la renuncia. Él había jurado el cargo ad vitalitatem, no ad vitam, es decir, mientras tuviera vitalidad, no vida. Pensemos que el cargo no tenía limitaciones temporales, pero era consciente de que él sí tenía. Su voluntad de renuncia causó tensiones con Juan Pablo II, un Papa con quien no tuvo sintonía.

Ha llovido desde aquel momento. Este año se ha abierto el proceso de beatificación de Arrupe, algo que parecía imposible hace pocos años para un personaje tan díscolo. El hombre que sufrió dificultades y tensiones con la Santa Sede dijo a los jesuitas, literalmente, que "es absolutamente imposible que la Compañía pueda promover eficazmente por todas partes la justicia y la dignidad humana si la mejor parte de su apostolado se identifica con los ricos y los poderosos o se funda en la seguridad de la propiedad, la ciencia o el poder". A veces, me olvido de que el papa Francisco es jesuita. Y entonces me aparece la figura del general Arrupe y me doy cuenta de que Bergoglio lleva totalmente incorporado este mandato de Arrupe. Directo en la vena.