En la víspera de Todos los Santos de 1938, Orson Welles radió un simulacro de noticiario, inspirado en la novela de H.G. Wells La guerra de los mundos. Se interrumpió la programación habitual para explicar que una nave marciana había aterrizado en Grovers Mill, Nueva Jersey. La emisión fue lo suficientemente realista como para asustar a muchos oyentes —no a todos— y hacerles creer que realmente aquello estaba sucediendo, aunque se dijo desde el principio que no era real e, incluso, ponían publicidad. Y diría que, en principio, si los extraterrestres invaden la tierra con máquinas gigantes y gases venenosos, no se preocuparían mucho en las emisoras por poner cuñas.
Luego se ha dicho que el supuesto pánico fue exagerado por los periódicos de la época para desacreditar a la radio y no perder mercado. Pero ni entonces ni ahora el vídeo ha matado a la estrella de la radio. En el caso de La guerra de los mundos, era una ficción. Pero siempre, siempre, siempre, cualquier guerra de los mundos, se ha explicado en la radio. Sea una pandemia mundial, el 23-F o, incluso, la caída de la URSS, que Mijaíl Gorbachov aseguran que siguió escuchando en Ràdio Liberty —que emitía desde Pals— mientras estaba encerrado en una habitación.
Ahora hemos recuperado el transistor que teníamos en un cajón y el lunes estuvimos todo el día escuchando a Basté y Clapés. O leyendo un libro. De papel. Y con la tranquilidad de no tener que mirar el móvil cada 5 minutos. No sé si ya se puede decir que la vida era mejor sin esta mierda que tienes en las manos y con la que seguramente estás leyendo este artículo. ¿En contra del progreso? No. En contra del mal uso que hacemos. Del progreso y del móvil.
No sé si ya se puede decir que la vida era mejor sin esta mierda que tenemos siempre en las manos
De niños, salíamos a la calle a buscar a nuestros amigos. Quedábamos en un sitio a una hora o íbamos a buscarlos a su casa. Son los mismos con los que compartimos un grupo de WhatsApp en el que hablamos todos los días, pero con los que apenas quedamos. El lunes, en la calle, la gente se hablaba. Y, afortunadamente, no funcionaban otras aplicaciones para que la gente colgara fotos de cómo estaban pasando el apagón.
De adolescentes, descubrimos ciudades sin Google Maps. De jóvenes, íbamos de fin de semana sin navegador. Para ligar, tenías que esforzarte un poquito. Y al pagar, el efectivo te hacía consciente del precio de las cosas. En la mesa, hablábamos con quien se sentaba a cenar. Las noticias podían esperar y no existía el alrojovivismo. La música te la comprabas, te mirabas el disco, lo saboreabas. Las películas las recordabas.
Ahora, por culpa de la pandemia, hemos descubierto que podemos pasar días y días en casa pensando que estamos conectados. Pero el problema no es la pandemia. El problema es que la falsa sensación de conexión te permite vivir aislado en aquellos suburbios de casas unifamiliares, calles regulares y rotondas. La república independiente de su casa. Lo que no es inocuo, tampoco políticamente.
Sí, ya sé que para leer un libro o hablar con la gente no es necesario un apagón. De acuerdo. Pero, mira, yo haría uno a la semana.