Ross Douthat escribía al The New York Times que la década que extraoficialmente hemos cerrado no se caracterizaba, en los Estados Unidos, para ser especialmente convulsa con respecto a los acontecimientos ocurridos. Sí que lo había sido en el ámbito ideológico, caro la sociedad estadounidense se daba cuenta de los perniciosos efectos de las políticas digitales de Silicon Valley, de la mala gestión medioambiental, o del hecho que el racismo y el sexismo estaban bien presentes en la sociedad. Él la bautizaba como la década de la desilusión.

Lo ocurrido en Europa durante estos diez años es harina de otro costal. La Unión Europea se ha debilitado por culpa de la mala gestión de la crisis económica, las muertes masivas en el Mediterráneo y el Brexit. Unos hechos que han ampliado, y no reducido, las divisiones existentes entre el oeste y el este del continente; entre el norte y el sur. Sin embargo, la reacción ha sido bastante parecida a la de los Estados Unidos: desilusión y rabia.

El gran reto de la nueva década, empiece ahora o el año que viene, es canalizar esta rabia y desilusión en proyectos colectivos capaces no sólo de superar la crisis sistémica actual, sino de construir una alternativa que permita superar aquellas cuestiones de fondo que han permitido que se produzca. Las respuestas locales y colectivas con más vuelo que han emergido, las de la extrema derecha, no hacen nada más que explotar las cuestiones de fondo para salir adelante momentáneamente.

Catalunya podría haber sido un ejemplo de cómo construir un proyecto comunitario que, atendiendo a las casuísticas locales, hubiera creado una respuesta ilusionante y rompedora a las necesidades generadas en un mundo global. Jule Goikoetxea, Ramón Grosfoguel, Paul B. Preciado, Manuel Delgado y tantos otros lo vieron así. El 1 de octubre fue el Acontecimiento, un hito destinado a marcar la mentalidad de generaciones. No obstante, el cierre extraoficial de la década ha coincidido con el fin de los efectos políticos a corto plazo generados por el referéndum.

El independentismo más conservador, bastante transversal dentro de los partidos, ha triunfado. Partidarios del pacto con el PSOE no se cansan de repetir que es la única solución posible, porque lo que ellos denominan la vía unilateral, la declaración de la República el 27 de octubre del 2017, fracasó. Tienen razón. Se guardan de decir que si se fue al garete fue porque los políticos no tenían ningún tipo de intención de ejercer la soberanía de Catalunya. La vía unilateral quiebró porque se abandonó la unilateralidad.

Una de las victorias del españolismo cultural es hacer creer a buena parte del independentismo catalán que la solución a sus problemas pasa por estabilizar el Estado que lo oprime

Antes del referéndum, advertí que el lema "no va de independencia, sino de democracia" era contraproducente. Desvinculaba los dos conceptos y priorizaba la democracia, que era situada en un marco español que obviaba las relaciones de dominación y sumisión que se establecen entre los pueblos del Estado. Las consecuencias del lema las hemos visto en la justificación del pacto con Pedro Sánchez: la independencia de Catalunya pasa por salvar primero la democracia española; el gobierno PSOE-Podemos servirá para frenar el embate global de la extrema derecha. El lema tendría que haber sido: porque va de independencia, va de democracia.

Una de las victorias del españolismo cultural es hacer creer a buena parte del independentismo catalán que la solución a sus problemas pasa para estabilizar el Estado que lo oprime. Que algunas revueltas catalanas sucedieran en momentos de conmoción europea nos tendría que dar una pista que no es así. No obstante, el españolismo borra el pasado de Catalunya y condiciona su futuro a España. Lo hace con el mito de la Transición, basado en la amenaza del franquismo, un periodo visto erróneamente de excepcionalidad que desvincula todo lo que pasó antes de este del ahora, y la promesa de Europa, que ha creado un independentismo que fía sus triunfos al apoyo de un club de estados gestionado por tecnócratas.

Ni los mismos defensores del pacto con los partidos españoles que avalan la ocupación de Catalunya confían en que el gobierno central cumpla las promesas. La cuestión es qué mentalidad ciudadana se encontrarán cuando eso pase. Tan cierto es que nuestros líderes no cumplieron su programa como la ciudadanía ha dejado que lo hicieran. Los votantes independentistas no han podido desilusionarse con los gobernantes que los engañaron porque estos les han hecho chantaje con los presos políticos y han domado su indignación domesticando a Òmnium, la ANC, los CDR y el Tsunami. La gran duda es saber quién canalizará la rabia ciudadana cuando los votantes vuelvan a encontrarse con el portazo del Estado. ¿Hasta qué punto la domesticación de la revuelta será sostenible en el tiempo y no causará una fractura incurable dentro del movimiento, viendo cómo el independentismo más reaccionario empieza a enseñar la patita?

Leer a jóvenes como Ot Bou Costa y a coetáneos como Joan Burdeus y compartir la idea de que en Catalunya hace falta una revolución cultural es alentador, como lo es ver a Juliana Canet, Clàudia Rius, Ofèlia Carbonell, Paula Carreras, Rita Roig o Marina Porras crear una cultura revulsiva, o a Sergi Cristóbal, Sergi Castañé i Tian Baena desmantelar los mantras de los politólogos erigidos como gurús de la tribu independentista. También es cierto, sin embargo, que la rabia de las generaciones millennial y zentennial fue fácilmente desactivada con una acampada en plaza Universitat. Una de las lecciones de los octubres del 2017 y el 2019 es que la emancipación mental necesaria para autodeterminarse materialmente no vendrá ni de los partidos, ni de la mayoría de sus asesores, ni de buena parte del estatus quo mediático. Hacen falta voces creativas, desinhibidas y libres de cualquier deuda con los partidos que vayan filtrando en estas esferas, y que tengan campo para correr en medios alejados de las garras del poder, como la red.

Una de las lecciones de los octubres del 2017 y el 2019 es que la emancipación mental necesaria para autodeterminarse materialmente no vendrá ni de los partidos, ni de la mayoría de sus asesores, ni de buena parte del estatus quo mediático

Tenemos que fomentar la creatividad. Mientras la culminación del proyecto más ilusionante no llegue, tenemos que transformar los añicos de desilusión en gotas de entusiasmo. No en un entusiasmo como lo que describía la semana pasada, basado en la ufanía inmovilizadora que caracteriza la falsa premisa que para alcanzar un hito tan sólo hace falta el paso del tiempo; sino en un empuje que nos propulse hacia alcanzar el objetivo, al mismo tiempo que nos prepara para los sacrificios que tarde o temprano tendremos que hacer para obtenerlo. El 1 de octubre fue un acto de sacrificio colectivo –asesores y militantes incluidos– a favor de un proyecto de futuro que rompiera con la desesperanza del presente. Este acontecimiento tiene que ser la base de la nueva creatividad que tiene que venir.

De movilizarnos en la precariedad económica y política, de transformar la rabia en materia prima para la supervivencia, las generaciones que percibimos nuestra existencia y nos relacionamos con el mundo mediante crisis, la medioambiental, la de la cuarta revolución industrial, la de la democracia española y la de la libertad independentista, somos expertas. Es hora de empezar a utilizar nuestro entusiasmo, nuestra inventiva, nuestra rabia y nuestro odio para construir un futuro que, si no trabajamos en el presente, nunca lo será.