Que mi condición de millennial catalana ha influenciado en cómo he visto el proceso independentista es algo que he escrito y reescrito en las páginas virtuales de El Nacional. Sin embargo, hasta este martes no he sido consciente de cómo el procés ha trastornado mi sentimiento generacional.

El martes el independentismo volvió a abortar un orgasmo colectivo, uno más teniendo en cuenta los Hechos (del 10 y 27) de Octubre. Otra vez, fue causado por las intrigas de palacio. Como eso no es nuevo, no me preocupó mucho. Me interesó: la nueva temporada del procés ha aliñado la pugna por la hegemonía indy entre ERC y PDeCAT con el eje exilio-Catalunya y los independientes de JxCat. Lo que me impresionó, sin embargo, fue la posibilidad de no ver al president Puigdemont investido de ninguna manera. Ni presencial, ni telemática, ni efectiva, ni simbólica. No me impactó porque yo sea una Puigbelieber, sino porque no investir al president implicaría la rendición total y absoluta a los designios del Estado. Y por extensión la certificación legal, sancionada y acatada que el voto de la ciudadanía catalana vale una mierda.

Soy consciente de que la autonomía en Catalunya se perdió cuando el gobierno central metió mano en la caja, acto previo al 155, y que por lo tanto no la recuperaríamos a corto plazo ni invistiendo a un resucitado Alejandro Lerroux. España –los que defienden la idea hegemónica de España–, quiere ganar, castigar, humillar y disciplinar. Mantener sometidos a todos los catalanes, vaya, durante nuestras próximas diez reencarnaciones. También he tenido claro, desde antes del 21-D, que al Estado no le daría la gana aceptar los resultados de unas elecciones que convocó si no le eran favorables. Sin embargo, el martes me inquietó la furtiva sensación que quizás los partidos independentistas ni intentarían materializar aquello que la ciudadanía votó.

Me ha dado la impresión de que estábamos abandonando un derecho tan básico como es escoger a nuestros representantes públicos por un plato de lentejas

Confieso que siempre había dado la democracia por supuesta. No viví el franquismo ni el golpe de estado de Tejero. La democracia representativa ha sido, para mí, una realidad asentada sobre la cual luchar por formas de ejercer la soberanía popular que facilitaran una vía digna a la ciudadanía independientemente de su clase, raza o género. El martes me apareció en la cabeza la imagen que el suelo sobre el cual teníamos que trabajar por todo eso se hundía y caíamos directos a los tiempos del blanco y negro. La escena fue todavía más desgarradora porque vi a una parte nada despreciable de mis conciudadanos allí picando. Porque han preferido una Catalunya en blanco y negro a discutir a las instituciones que nos representan a todos, un proyecto de país que centenares de miles de catalanes defienden. Ya no digo materializarlo.

Entiendo la estrategia de proponer candidatos alternativos desde ya para poder crear un gobierno que gobierne y poder seguir ampliando la base independentista. Me preocupa, sin embargo, cómo se han articulado algunos de los discursos que lo han defendido. En más de un caso, me ha dado la impresión de que estábamos abandonando un derecho tan básico como es escoger a nuestros representantes públicos por un plato de lentejas. Me escama la celeridad con que algunas personas han planteado la renuncia, sin oponer la más mínima resistencia, a un derecho que ha costado vidas, en nombre de tener la oportunidad de gestionar "las cosas de la comida". Como si abandonar lo primero implicara tener automáticamente las manos libres para hacer lo segundo. Como si ya no viviéramos en un Estado que puede intervenir las cuentas del Ayuntamiento de Madrid "por Manuela Carmena", que tumba cualquier intento del Parlament catalán de gestionar en materia de derechos sociales, y que tiene individuos que se vanaglorian de destrozar el sistema sanitario catalán, por mucho que se lo hayamos puesto fácil dejando que los corruptos corrupteasen.

Hoy por hoy, de todo el viaje me quedo con que, en un momento de colapso geográfico, temporal y subjetivo, el tejido humano me resarce

El martes, pues, uno de los arneses que sostenía mi manera de ver España y Catalunya y, por lo tanto, de verme como catalana a nivel nacional y española a nivel administrativo, se rompió. Hay que decir que otros arneses que han configurado mi historia personal, como los medios públicos catalanes o la escuela catalana, hace tiempo que se han visto deshilachados. Poco a poco, pues, mi identidad generacional, fruto del desvanecimiento de aquellos referentes institucionales que me ayudaron a situarme en el mundo, es más movediza. Sacudir la identidad siempre es interesante, porque te permite ver los límites sobre los cuales te has construido. Lo que has dejado dentro y lo que has dejado fuera. Hoy por hoy, de todo el viaje me quedo con que, en un momento de colapso geográfico, temporal y subjetivo, el tejido humano me resarce. Este martes, comprobé que aquello que he afirmado y reafirmado que construye una nación sin estado, las personas, sigue existiendo.

Hubiera pasado lo que hubiera pasado, y pase lo que pase, la lucha independentista, y diría que incluso el hecho de ser catalán, continuará mediante actos de afirmación, resistencia y soberanía a nivel social y municipal. Aunque piense que todo proyecto político que quiera ser potente y duradero necesita unas instituciones que lo acojan, lo sostengan y lo defiendan, veo que la ausencia de muchas de ellas es una oportunidad para tejer organizaciones democráticas a pequeña escala, más accesibles a todo el mundo, que generen acciones más materializables en actos cotidianos y que unan todavía más el barrio, el municipio y el territorio.

Gracias a las generaciones que me precedieron, no he conocido la dictadura. Así que, ante el autoritarismo español, sólo me ocurre decir que, si la democracia ha muerto, que viva la democracia.