La mala gestión que los tres partidos independentistas han hecho de los resultados del 1 de octubre ha generado la aparición de una masa de votantes independentistas insatisfechos, e incluso desafectos, con sus representantes políticos. Los partidos intentan ahora mantenerles atados mediante la retórica de la altura moral que supone ver a los presos hacer trizas a los perezosos fiscales del juicio contra el procés, como si las revueltas se ganaran teniendo razón, siendo una persona de paz y haciendo las cosas de manera impecable. También movilizando el espantajo de Vox para reeditar el Frente Popular, como si el primero hubiera podido evitar la Guerra Civil y la dictadura franquista y como si muchos rojos españoles no hubieran tenido tantas ganas de pelar a los catalanes como los nacionales.

Sin embargo, las declaraciones de los líderes independentistas en el Supremo, donde no ha hecho falta escuchar a Santi Vila para constatar que la finalidad del referéndum era negociar con Madrid y tener contenta a la parroquia que pedía acción, pueden incrementar la desafección. Sobre todo si los políticos, una vez pasado el juicio, no explican de una vez por todas qué ha pasado durante este año y medio. Las acciones políticas se tienen que fiscalizar con mecanismos políticos, no con juicios que sirven la estrategia represora del poder colonial.

A falta que los partidos rindan cuentas y pongan en marcha de una condenada vez vías de participación ciudadana para la construcción de la República catalana (si es que tienen ganas), los votantes desafectos tendrán que canalizar su frustración con acciones políticas como formar parte de un CDR, participar en procesos electorales de primarias, o presionar los partidos mediante las redes sociales. El peligro es dejarse engullir por la apatía o canalizar la ira con populismo reaccionario.

Muchos independentistas se encuentran entre la espada y la pared: perpetuar una estirpe de políticos que no han cumplido con sus promesas, o dejarlos caer y entregar unas instituciones catalanas a los comuns y a las garras del PSC y el trifachito

Ahora mismo, muchos independentistas se encuentran entre la espada y la pared. Entre perpetuar, ni que sea para tener una buena base para iniciar una futura acometida, una estirpe de políticos que no han cumplido con sus promesas electorales, o dejarlos caer y entregar unas instituciones catalanas, que ahora mismo tan sólo son gestorías, a los cantos de sirena de los comuns, siempre en crisis, y a las garras del PSC y el trifachito. Para alguien como yo, que empezó a votar durante la época del tripartito de Montilla y el Estatut y que tiene recuerdos aguados del declive del pujolismo, el procés independentista no sólo le ha servido para ver la podredumbre del Estado, sino para entender hasta qué punto las instituciones catalanas y, sobre todo, las dinámicas que se establecen, limitan las aspiraciones emancipadoras del pueblo catalán.

La partitocracia catalana, que ha colonizado todo tipo de estructuras, en especial los medios de comunicación ―instrumentalizando las subvenciones y publicidades institucionales y estableciendo cuotas de opinadores afines―, es un entramado de incentivos perversos pensados para doblegar el talento y ponerlo al servicio de la supervivencia. En el ámbito académico, la crítica se considera una forma de respeto hacia el otro; en el político y mediático, se interpreta como una herramienta para desgastar al rival, defender tu capillita o reclamar una nómina. Este sistema satisfecho y pueril, que ha generado un independentismo insensible basado en el simbolismo y la moral, así como un unionismo incapaz de tejer una propuesta de España que vaya más allá de criticar el 3% convergente, iba bien durante la pax autonómica, cuando la única relación con el Estado era mediante el tira y afloja competencial. Pero se ha convertido en una de las razones de la caída durante el 1 de octubre, al educar una generación de políticos y asesores en la confianza hacia la intocabilidad de su propio privilegio y la benevolencia de la metrópoli, y en un condicionante para la fase posterior, porque la finalidad del sistema autonómico es su perpetuación.

El autonomismo, sin embargo, no sólo reseca el talento de quien entra, sino que también expulsa mucho. Este talento, a pesar de estar en fuga, también puede ser pervertido por el poder. No por la autocomplacencia, sino por la rabia y el resentimiento que genera contemplar la decadencia de las instituciones y los discursos de sus representantes. Es lo que me preocupa de la candidatura de Jordi Graupera y su entorno tuitero y mediático, a quien muchos desafectos han depositado sus esperanzas. El equipo de Graupera tiene el reto de proponer un modelo de Barcelona y de país que a la vez sea estimulante y crítico con el sistema, evitando caer en la pedantería académica y en la crítica sostrista y lópez-tenista que tanto rechazo genera. No es nada fácil, y no siempre lo consiguen. Toda candidatura contestataria, además, pone sobre la mesa la cuestión de si la regeneración política y la independencia se pueden emprender conjuntamente o la primera tiene que preceder la segunda. Pensamos en la Crida, por ejemplo, un movimiento que se presentaba como transversal, de abajo arriba y con la única finalidad de hacer la independencia, pero que se afana por deshacerse de viejas dinámicas, como el dirigismo de los aparatos de partido.

Así pues, en la tarea de recoser el independentismo no sólo es necesario el acuerdo entre los partidos y el fin de las hostilidades entre sus apparatchiks. También hay que desmenuzar el sistema que ha empujado el independentismo al declive, algo que, de paso, servirá para mejorar los estándares democráticos de toda la sociedad catalana. Aquí, la potencia creadora de los independentistas irredentas e inconformistas tiene un papel clave. Evitando, de paso, que buena parte del talento del país caiga en la desafección inmovilista y el revanchismo cainita, por muchas razones que haya.