La discusión sobre las medidas a tomar junto a la declaración del estado de alarma se alargó mucho en el seno del Consejo de Ministros. Simplificando, y con la información de la que disponemos, se puede afirmar que en aquella reunión de hace unos días se enfrentaron básicamente dos polos o bandos con visiones diferentes sobre cómo actuar.

En el primero, las ministras Nadia Calviño, responsable de Economía, y María Jesús Montero, de Hacienda, ambas del PSOE. En el otro, Pablo Iglesias y sus compañeros de Podemos.

El bando de Calviño y Montero intentaba preservar tanto como se pudiera la economía, por la vía de detener la actividad el mínimo imprescindible. Se empeñaba, por lo tanto, en atenuar el estrago económico —que, de todos modos e inevitablemente, será brutal— derivado de la lucha contra la pandemia.

En el bando, digamos, sanitario, el de Podemos, daban prioridad al combate frontal contra el virus, y reclamaban tomar todas las medidas al alcance para frenar el Covid-19. Es decir, medidas duras para doblegar la famosa curva tan rápido como se pudiera —inspirándose en otros países—, y relegando a un segundo plano las consideraciones de naturaleza económica.

La discusión es sin duda interesante. No soy ni epidemiólogo ni tampoco especialista en economía. Sin embargo, querría hacer un par de reflexiones sobre este debate, que no solamente ha tenido lugar, y sigue teniendo lugar, en España, sino en todas partes.

A veces en la vida se nos presentan decisiones al mismo tiempo graves y cargadas de incertidumbre. Decisiones que, además, muchas veces, implican una contradicción entre valores que son importantes para nosotros

La primera es la siguiente: no estoy nada seguro de que una intervención fulminante —preservando sólo la actividad realmente imprescindible— dañe más la economía que una aproximación tibia que, además, tiene el riesgo de alargarse más de lo previsto. ¿Es mejor cortar de raíz y sin manías o ir desgastando al enemigo? ¿Qué afectará menos a la economía? No veo que la estrategia de Calviño y Montero, la de ir viéndolas venir, la de ser un tanto conservadores, sea indiscutiblemente mejor. Tampoco desde el punto de vista de la economía.

Como decía, no ser radicales tiene el riesgo, como se ha visto por ejemplo en Italia, que el Covid-19 corra más que la estrategia adoptada y que los efectos lleguen más tarde de lo esperado. Eso prolongaría la crisis y agravaría los perjuicios económicos. No querer ser radicales en las medidas contra el virus contiene en el fondo más incertidumbre que no serlo.

La segunda reflexión es, quizás, más abstracta. A veces en la vida se nos presentan decisiones al mismo tiempo graves y cargadas de incertidumbre. Decisiones que, además, muchas veces, implican una contradicción entre valores que son importantes para nosotros. Se da, en este sentido, una situación de conflicto ético derivada del "pluralismo de valores" (como diría Isaiah Berlin), pluralismo que es inherente a las personas y conforma la identidad. A lo largo de los años he llegado a la conclusión de que cuando eso sucede, uno tiene que escucharse a sí mismo, tiene que escuchar su alma, si me permiten expresarlo así, con toda la atención y honestidad.

En este caso, yo, personalmente, habría apoyado la radicalidad de Podemos. Me habría decantado por ser radical e intentar salvar todas las vidas posibles en el mínimo tiempo, pese a los —siempre teóricos— cálculos de impacto en la economía. Entre otras cosas, porque sabemos que existe el peligro de que dentro de unos días algunos hospitales se vean empujados a tener que escoger entre a quién intentan salvar y a quién no.