Hablan habitualmente de ataques de los mercados, de economías en estado de sitio, de atosigamiento, de estrés. Pero apenas hablan de cuando las protegen. De los datos, de nuestro desconcierto, del miedo. Ése es el caso hoy.

Mientras los disfraces carnavalescos se imponían en las calles, los flujos de noticias no terminaban de acompañar el jolgorio colectivo, donde sólo la multitud de perros –cuyo crecimiento en número es exponencial– desentonaban en el epicúreo entorno.

Pues bien, cerró a la postre desengañado por el empleo Wall Street, mientras el Ibex remontaba un 0,37% al cierre de una semana que se había mostrado profundamente cruzada, donde el consenso era tan aparente y desigual como los robocops infantiles que te cruzabas por el camino.

Los inversores han girado sus apuestas y donde algunos pensaban que una caída del precio del petróleo era beneficiosa porque aligeraba los costes de las empresas que lo usan, otro sector empezó a reclamar mayor atención a la posibilidad de que no era un problema de sobreoferta de crudo, sino de falta de demanda a causa de lo cortitas que van las economías.

Tanto la Reserva Federal americana (que mostró dudas sobre el potencial de crecimiento de la economía americana) como Mario Draghi, presidente del BCE, reconocieron que las cosas no van a su gusto.

Venía ello a colación de grandes dudas sobre los datos que ofrecen las autoridades acerca de la evolución de la economía china, sobre la que el Gobierno de Pekín asegura que evoluciona a un ritmo de crecimiento del 6,9%, mientras que firmas muy respetables del mercado estiman que ese dato más bien debería corregirse hasta un 3,5% en el presente.

Y sí funciona el mecanismo. Como la evolución china influye sobre el conjunto de los emergentes, se pone en marcha una dinámica casi automática: la aversión al riesgo se extiende a todas aquellas inversiones poco seguras, cualquiera que sea su origen geográfico y su naturaleza. Los problemas del mercado tecnológico americano, el Nasdaq, cabe atribuirlos a esa condición atribulada.

Se suman además factores adicionales al desconcierto: la Reserva Federal americana duda si subir o no el precio del dinero en un mundo en que los tipos de interés reales empiezan a ser negativos (tipos de interés nominales menos la inflación), lo que viene a indicar –es así– que en el futuro el dinero valdrá menos. En esa tesitura, cabe juzgar casi ilusorio pensar en una alegre reanimación de la inversión. Pensar que depreciando los tipos de cambio se resuelve la papeleta es igualmente ilusorio, como ya se vio en los años 30 con las guerras de divisas.

Y aquí está el punto: cuando los bancos centrales empiezan a mostrarse irresueltos y débiles, pierden su papel protector, su facultad de transmitir confianza. La señora Yellen está a la baja y Draghi aún más.

Ese es el momento de los mercados. Se vio en el Ibex. El pasado jueves, un día después de caer hasta un 4% en un arrebato de desesperación flaubertiana a la vista de un Gómez pletórico, subió. El cierre de la semana completó su alza modesta con una mejora del 0,37%.

¿Cuál es, en fin, el secreto de los mercados? ¿Por qué son capaces de protegernos cuando nos amedrentamos? Por su capacidad de diversificación, porque son capaces de mirar a otros lados, a otros momentos, a otros tiempos, e identificar posibilidades mejores.

Y al mono –celebramos su año lunar a partir del lunes– le saludamos atendiendo a una de las máximas que acompañan su horóscopo: la prudencia financiera. Él, por su parte, contribuirá a ello cerrando casi toda la semana buena parte de las bolsas asiáticas. Buen año nuevo.