Mi abuela murió sin saber escribir la lengua que habló toda la vida, como muchos abuelos de los que me leéis. Lo descubrí revisando la agenda de teléfonos escrita a mano que dejaba al lado del fijo. "Montse nieta", ponía. Ella y yo no nos hablamos nunca en castellano. De hecho, me parece que no la oí nunca hablar castellano con nadie. Pienso en este papelito cada vez que hay alguna polémica lingüística que nos quiere hacer creer que el catalán disfruta de buena salud, que no hay para tanto, que el catalán ya no está amenazado. Pienso en esto porque a cualquier catalanohablante de hoy, vivir en su lengua le puede ser más o menos sinónimo de una ligera —o no tanto— presión mental de quien sabe que las generaciones que vienen por debajo serán testigos del cierre de este círculo. Mi abuela no sabía escribir la lengua que hablaba, y hoy muchos jóvenes del país saben escribir una lengua que no hablan. Porque no quieren, porque no les hace falta, incluso porque no saben.

El alarmismo nace de ver con un ojo cómo el uso del catalán entre los jóvenes empeora cada año y, con el otro, que no hay nadie dispuesto a tomar medidas activas


Es lógico que el tono sea de alarma en el debate sobre la situación lingüística de nuestra lengua, ahora en proceso de minorización, fase previa a la sustitución. La situación es alarmante, y lo es porque durante años se ha vivido la lengua desde una percepción de protección política que generaba confianza, tal vez despreocupación. Parecía que con una autonomía al servicio de la lengua del país era suficiente para garantizar un futuro en catalán. Quizás era así. Quizás podría haber sido así. El episodio de la enfermera del Vall d'Hebron —evidentemente, tenía que salir— destapa que hoy, eso, ya no lo sabremos. Entre proclamas de lucha incansable por la lengua y sentencias heroicas —"no lo permitiremos", nos dejaremos la piel"— la Generalitat de Catalunya se salta su propia ley cuando los profesionales contratados no tienen que pasar unas oposiciones. Es decir, estamos lingüísticamente desprotegidos y el gobierno no solo lo tolera, sino que lo promueve, cuando decide contratar a trabajadores públicos sin exigirles el C1 ni preocuparse de la atención que dan a los ciudadanos. El alarmismo, pues, nace de ver con un ojo cómo los datos de uso del catalán entre los jóvenes empeoran cada año y, con el otro, que no hay nadie dispuesto a tomar medidas activas que favorezcan el uso, sino a dejar de tomar aquellas que favorecen el desuso. Es lo mismo que hace Ada Colau cuando anuncia grandes planes de promoción lingüística con tiktokers para la capital, pero se dirige en castellano a sus seguidores diariamente.

Para la clase política catalana, la lengua no es ninguna prioridad más allá del marketing con que se repintan para garantizarse el voto y asegurarse de que entendemos que son "de los nuestros"


El alarmismo no es necesariamente negativo si la alarma rompe la sensación de falsa confianza y protección en que muchos se han avezado a vivir. Quiero decir, hay alarma porque había espejismo. Es negativo si, otra vez, nos sirve para enfrentarnos a la realidad desde la lagrimita, desde la hipocresía, o desde escoger chivos expiatorios para nuestra desesperación sin apuntar nunca a quien promueve la situación que nos desespera. Para la clase política catalana, la lengua no es ninguna prioridad. No lo es más allá del marketing con que se repintan para garantizarse el voto, para asegurarse de que entendemos que ellos son "de los nuestros" porque hablan la lengua de nuestros abuelos, la lengua que queremos que hablen nuestros hijos. Sacan a pasear al moribundo cuando toca para aprovecharse de nuestros miedos y hacernos el mismo chantaje de los presos y los exiliados. Son ellos o los españoles, y así se afirman en la contraposición sin tener que hacer mucha cosa más que expresarse públicamente en catalán porque nos pensemos que le garantizan un futuro.

Mi abuela no sabía escribir en catalán porque había una dictadura, y mis hijos no sabrán por la dejadez de los que, pudiendo hacer algo, siempre escogen evitar el conflicto

Cuando eso les funciona —en general les funciona—, la autoexigencia de los políticos y de los funcionarios para tomar medidas con efectos palpables se rebaja porque les parece que, si no, tomarlas no se traduce en un reproche electoral inmediato —o casi inmediato—, son menos necesarias o menos urgentes. Pienso ahora en el coordinador de la sección de lengua de la Intersindical, Gerard Furest, cuando habla de la inacción de los inspectores en las escuelas en esta materia. En Catalunya, los servicios que tendrían que garantizar el uso público de la lengua amparan, con discursos más o menos duros, la catalanofobia de todo aquel que quiera formar parte. Mi abuela no sabía escribir en catalán porque había una dictadura, y mis hijos no sabrán por la dejadez de los que, pudiendo hacer algo, siempre escogen evitar el conflicto. No me parece caricaturizante ni preocupante que eso alarme si la alarma, lejos de convertirnos en el viejo que regaña la nube, se apunta hacia los que tienen responsabilidades y siempre tratan de escaquearse.