A estas alturas todo dios ha contemplado la imagen del gran tenista Roger Federer cogido de la mano de ¡Vamos!-Rafa Nadal, con los dos deportistas de élite llorando a lágrima viva con ocasión del despido profesional del genio suizo. Los filósofos de la tribu han destacado que la fotografía de un hombre exhibiendo amor y tristeza de esta manera ayuda a promover una versión más amable y tierna de la masculinidad. Así lo hacía uno de nuestros pensadores de más incidencia en España, el vividor Gabriel Rufián, quien tuiteaba la importancia de la escena con respecto a "la ruptura de ciertos estereotipos y la deconstrucción de una masculinidad terriblemente tóxica". Nada más lejos de la realidad. No hace falta ningún tipo de fotografía ni gesto parecido para que el mundo, y más en concreto las mujeres, sepan perfectamente que los hombres somos unos lloricas y que nuestra toxicidad no tiene nada que ver, sino todo lo contrario, con el hecho de lloriquear.

Por mucho que lo hacemos a escondidas, los hombres lloramos constantemente, pues la masculinidad es en sí misma una profesión frustrante, una tara nauseabunda, una misión imposible que el imaginario occidental nos ha estampado en el cerebro. No hacen falta lágrimas ni mimos; los hombres compadecemos constantemente exhibiendo nuestra carencia, una lesión natural que tiene como forma más nauseabunda la violencia (y la tabarra) que hemos ejercido ancestralmente contra las mujeres. Mirad, por ejemplo, a nuestros políticos; son una continua riada de llantos horripilantes, de una decadencia vomitiva y de una impotencia ancestral. De hecho, con respecto a nuestra relación con la hembra, cuando más alto es nuestro llanto más mayúsculo acostumbra a ser nuestro espantoso cinismo y cuánta más lágrima metemos mayor resulta el agravio moral que queremos disimular; cuánta más lágrima hay, más adulterio se esconde.

El comportamiento de los hombres y de la progresía para "deconstruir" nuestra naturaleza tóxica me parece tan imposible como demencial. Los hombres lloramos todo el día el hecho de ser más incapaces y tener mucha menos fuerza y resistencia que las mujeres. Solo así se explica que, para fingir una excelencia de género, nos hayamos inventado cosas como el deporte, una actividad funesta que consiste, como en el ejemplo que nos ocupa, en dos señores disparándose una pelotita a grandísima velocidad durante horas, mojados como cerdos, profiriendo gritos próximos al vómito y buscando excelencia en el hecho de devolver la bola lo más rápido posible. ¡Qué pérdida de tiempo más nauseabunda, y qué espectáculo más denigrante ver a las mujeres, este ser superior, emulando este menester masculino en diferentes disciplinas deportivas! Somos tan estultos y bobos que las hemos obligado a repetir todas nuestras manías.

Si por algo he idolatrado a Federer es justamente por su notoria estética femenina. Un señor que no expresa ningún tipo de ira, que realiza su trabajo con un comportamiento ejemplar y que, para no hacer cosas sobrantes, el tipo ni suda

Si por algo he idolatrado Federer es justamente por su notoria estética femenina. Un señor que no expresa ningún tipo de ira, que realiza su trabajo con un comportamiento ejemplar y que, por no hacer cosas sobrantes, el tipo ni suda. Nada que ver con este pobre chico mallorquín que tiene que salvar la falta de genio con una musculatura de terminator. Dónde vas a parar, hija mía. A Federer no le hace falta llorar para nada, en definitiva, porque la naturaleza de los machos ya tiene bastante desgracia en los hombros. No me extraña que nuestras jóvenes más desveladas hayan abandonado esta mandanga en vinagre de la masculinidad tóxica dándonos por imposibles y cada día inventen utensilios de más precisión para ahorrarse nuestro falo y, sobre todo, nuestra patética y autocompasiva conversación. Un bravo por ellas, que no quieren repetir el error de sus madres y han decidido pasarse masivamente al cunnilingus.

Los hombres somos una lágrima constante. Admitidlo, queridas, y permitidnos cuando menos escondérosla, y así cuando menos nos guardaremos el coñazo de nuestro cinismo en el rincón de pensar. Tened piedad, os lo pido.