Mucho tenemos que escribir sobre la sentencia del procés. Poca cosa buena, pero mucho tendremos que escribir.

Leída parcialmente en diagonal, con poca calma de espíritu –por decirlo todo–, y con mucha contención, quiero poner aquí negro sobre blanco (amarillo premonitorio en el caso de El Nacional) una serie de reflexiones juridicopolíticas que resaltan a simple vista del texto de la sentencia.

En primer lugar, tenemos que comentar unas consecuencias procesales menores, pero significativas. El Ministerio Fiscal no puede recurrir esta sentencia, a pesar de la reyerta recibida: de golpe de estado hemos pasado a un delito contra el orden público. Por otra parte, el partido que ha ejercido la acusación popular ni podía pedir responsabilidad civil porque no era perjudicado ni podrá percibir las costas del proceso: ha sido especialmente excluido. Un hecho no tan menor es que a la consellera Bassa le sea atribuida la Conselleria de Educación, en lugar de la que tenía atribuida. No diremos cuál. Que el tribunal se emplee a fondo y rectifique. Para finalizar este apartado diremos que la sentencia está llena de errores que tendrán que ser corregidos. La cúpula de la justicia española, en la sentencia más impotente de su historia, está llena de errores de principiante. Un signo del estado del estado.

En segundo lugar, la vulneración burda del principio de legalidad y del principio de culpabilidad. Que la rebelión se utilizó sólo para –cogiendo el rábano por las hojas– inhabilitar a los procesados que eran cargos electos de sus cargos, cobra ahora un resplandor cegador. No hay que insistir.

Pero decir que el alzamiento violento de la sedición lo representan los que, sentados, se resistían al desalojo por parte de la policía, es excepcional. Por un lado, se imputa un levantamiento a los que no estaban en el lugar de los hechos (lo han leído bien: no es un error de redacción).

Encima, como en la antigua jurisprudencia defensista del robo con homicidio, se imputaba la violencia de las fuerzas policiales –teóricamente legítima– a los infractores, a los ladrones. Si un ladrón moría en manos de la policía, el resto eran condenados por robo con homicidio. Pero los infractores en esta causa no son los que fueron a votar sino los procesados. El referéndum, ilegal incluso, no es delito ni convocarlo ni organizarlo ni participar. Cuesta de entender este razonamiento, que carece de una aporía primordial: ¿como la violencia legítima puede ser al mismo tiempo violencia ilegítima?

Es más, no hay ninguna diligencia ni penal ni administrativa contra ningún votante, ni siquiera contra los que recibieron puntas voladoras, miraron con odio o rompieron uñas. Ni una sola petición de manicura restaurativa.

En tercer lugar, un atenuante de la sedición la constituye cesar en los actos sediciosos una vez intimados a la deposición de la actitud. ¿Cuándo se dio esta oportunidad? Dicho de otra forma, si los sediciosos se hubieran comportado violentamente –como lo entiende todo el mundo y también el Código Penal–, requeridos por la fuerza pública los indóciles hubieran depuesto su actitud, la pena habría sido más escasa. Esta contradicción del hecho que el menos grave se castigue con más pena es el que se denomina efecto criminògen: castigando más gravemente lo que es más leve para favorecer delitos más graves. Caos sistemático y politicocriminal que invalida la sentencia.

Sin embargo, en cuarto lugar, no hubo ningún levantamiento. Eso es esencial. Ahora que se exhuman los restos del dictador, no está de más recordar qué es un levantamiento. Decir que en Catalunya en septiembre-octubre hubo un levantamiento (o diversos) es un puro insulto a la inteligencia del más burro de todos juntos, catalanes, indepes o no, y españoles de todo tipo.

Pero, además, en quinto lugar, esta violencia exógena (y legítima según los parámetros jurisprudenciales) se muestra en la resistencia pasiva de los votantes del 1-O (no se habla de los organizadores). Aunque barco valga como animal marino, el delito de desórdenes públicos sí que exige violencia o fuerza física explícita sobre personas o cosas y la pena es, como máximo, de 3 años de prisión. No hay forma de entender eso, más que desde el prisma de la arbitrariedad y vulneración de los derechos fundamentales, especialmente del principio de legalidad y del derecho a un procés público con todas garantías. Tendremos ocasión de hablar años y años.

Dos puntos entrelazados, provisionalmente, finales. En el primero, la sentencia rechaza la aplicación del artículo 36. 2 del Código Penal. Al no tratarse ni de terrorismo, ni de ciertos delitos sexuales, ni de criminalidad organizada no resulta obligado diferir los beneficios penitenciarios al cumplimiento efectivo de la mitad de la condena.

Teóricamente, desde mañana mismo, los sentenciados a privación de libertad podrían disfrutar de cierta libertad de movimientos extramuros de las prisiones. Las consideraciones del tribunal, maquiavélicamente ambiguas, dejan esta evolución de la ejecución-penitencia al futuro. Y así es.

En un primer momento, la junta de tratamiento de cada establecimiento carcelario propone un régimen de cumplimiento al condenando. Si reo o fiscal no están de acuerdo, lo recurrirán ante el juez de vigilancia penitenciaria. Como no es razonable pensar que ante un beneficio el preso recurra –de hecho, quien recurre el otorgamiento de los malos dichos beneficios penitenciarios es el fiscal. Este recurso del fiscal contra la resolución del juez de vigilancia penitenciaria corresponde decidirlo al tribunal sentenciador, en la especie, el Tribunal Supremo. O sea que los guantanameros de guardia que decían hoy mismo que los presos estarían en casa por Navidad si, por una vez, supieran de qué hablan, hubieran hecho mutis. Nada está escrito.

Y el otro aspecto en este impredecible escenario –a pesar de la multitud de predictores que no lo han acertado– ha sido el inefable discurso de hoy mismo del presidente Sánchez cuando ha aludido al cumplimiento íntegro de las penas. Doctor en Economía, el líder en funciones ha sido mal asesorado. También lo estaba otro inefable, como lo era Fernández Díaz: el cumplimiento de las penas depende, al fin y al cabo, de los jueces, no del Gobierno.

Estos constitucionalistas necesitan más de un par de tardes para enterarse mínimamente de cómo funciona su estado, Arcadia de todas las venturas jurídicas y democráticas, según ellos, imaginables. Más de un par de tardes.

El otro aspecto que no ha tenido en cuenta el presidente Sánchez, que, como portada de su discurso ha declarado respeto diamantino respecto de las decisiones judiciales, radica en que si el TS no ha querido aplicar el artículo 36.2 del Código Penal es porque no nos encontramos ante un delito de terrorismo ni de criminalidad organizada (el resto de previsiones no tocan). Si el que ha querido decir Sánchez es que, a pesar de lo que ha dicho el TS, los ahora judicialmente sediciosos serán tratados como terroristas, tenemos un problema: el gobierno del Estado no respeta las decisiones judiciales.

En fin, si yo fuera la Constitución, estaría escondida del furor constitucional de los que se jactan de constitucionalistas y pediría amparo urgente a alguna instancia para preservarme. Como, seguramente, harán los injustamente condenados hoy: buscar la protección fuera en frente de los que les niegan encontrarse en su casa.