Estos días que hablamos tanto de la huelga de la Canadiense no dejo de preguntarme si a Oriol Junqueras no le habría salido mucho más a cuenta paralizar la economía catalana cuando su prestigio todavía estaba intacto. Viendo a donde lo ha llevado su pretendido viaje al centro, me cuesta entender qué sacó de desaprovechar la capacidad de movilización del independentismo, en el momento que era más rápida y homogénea.

Los diarios han utilizado el centenario de la huelga para mirar de presentar sus conquistas como un éxito de la lucha social. VilaWeb mezclaba la crisis con las revueltas andaluzas e incluso intentaba darle un barniz grotesco de cariz pacifista. Los diarios prueban de disolver la personalidad de Catalunya en el folclore ibérico y ya se sabe que los sectores sociales más desprotegidos son ideales para vender motos defectuosas. 

En ninguna parte he leído que Salvador Seguí, el líder de la huelga, era independentista. Seguí dijo siempre que la clase obrera abrazaría la causa nacional el día que la burguesía estuviera dispuesta a luchar por la libertad de su país de forma seria. El que no se podía pedir a los obreros, explicaba con razón, es que fueran catalanistas porque esto sería como pedirles que se sometieran a la opresión indiscriminada de dos amos.

En ninguna parte he leído qué habría pasado si Seguí hubiera actuado como los líderes procesistas que gestionaron el referéndum del 1 de octubre. Catalunya fue el primer país de Europa en imponer la jornada de ocho horas, pero lo hizo luchando contra dos oligarquías. Después de dejar Barcelona sin electricidad durante semanas, los obreros catalanes forzaron el Consejo de Ministros español a firmar un decreto que limitaba la jornada laboral en todo el Estado. 

La huelga de la Canadiense nos enseña que las luchas sociales se transforman en un boomerang que destruye sus mismos impulsores, cuando no están bien comprendidas en el marco nacional que las explica y justifica. Solo hay que recordar que Seguí, Layret y otros líderes sindicales fueron asesinados poco después, en pleno auge del pistolerismo. La Canadiense convirtió España en el segundo estado del mundo que impuso las ocho horas, pero pavimentó el camino hacia la dictadura de Primo de Rivera y la posterior Guerra Civil.

Ya sabemos que las izquierdas y las derechas hispanizadas tienden a hacer pasar las luchas obreras por fenómenos de cariz marxista. Pero la huelga de la Canadiense se produjo en Catalunya porque era en Catalunya y no en España que había tradición industrial. También porque los obreros del país participaban de una idea de la libertad que se remontaba a la Jamància, a las Constituciones de 1714 o al Consulado de Mar, vigente en el Mediterráneo hasta mitad del siglo XIX.

Con todos los respetos, no fue por la idea de libertad que tenían los abuelos de Inés Arrimadas o de Jordi Canyas que la huelga de la Canadiense salió adelante. Si no se entiende esto, no solo no se entiende nada, sino que se acaban creando monstruos como el franquismo. Cuando una idea de libertad no tiene nación acaba transformándose en un delirio de totalitario, que en nombre de la “normalidad” se impone a otros pueblos que tienen otra experiencia de la historia y, por lo tanto, otros valores. 

Es así que Junqueras, evitando utilizar la fuerza del independentismo para parar la economía catalana a favor de la libertad de su país, ha acabado dando por buena la imposición de la justicia española sobre Catalunya. Cuando el fiscal de la Audiencia Nacional Pedro Rubira dice que los juicios no se podrían celebrar a Barcelona con imparcialidad reconoce de forma tácita la existencia de dos ideas de justicia que corresponden a dos naciones diferentes.

Este Rubira, que parece venir de catalanes que se hicieron españoles, tiene razón de decir que la justicia del Estado es poco imparcial en Catalunya. Aunque sus motivaciones sean coloniales y crea que Barcelona está llena de traidores, parece menos confundido que Màrius Carol cuando dice que “la imparcialidad no depende de la geografía” y habla de la conciencia de los jueces como si los magistrados fueran seres celestiales sin biografía, familia, amigos o identidad nacional. 

Francia y Alemania ya nos han enseñado qué pasa cuando un país se ve a sí mismo como la encarnación de los valores de toda la humanidad. También sabemos cómo acaba el Estado español cuando las oligarquías de Barcelona y de Madrid disimulan el conflicto nacional para que sus hijos más burros puedan vivir sin trabajar. El fanatismo español no deja de ser el incendio que las élites de las dos naciones que fundaron el imperio provocan de manera recurrente intentando imponerse valores extranjeros mutuamente. 

Así como Vox es hijo de la idea de catalanizar España a través de un diálogo falso y deshonesto, Quim Torra no se entiende sin las pretensiones de Madrid de hispanizar Catalunya por la fuerza. Si Junqueras hubiera utilizado bien el poder del independentismo, no habría tanta confusión. Los diarios no harían lecturas tan españolizadas del pasado obrero de Catalunya y TV3 no hablaría de las milicianas que fueron a Mallorca con el capitán Bayo como si el papel de Estat Català hubiera sido anecdótico. 

Es curioso que Estat Català sea tratado como un partido de fascistas cuando interesa y, en cambio, cuando interesa se utilice para hablar de la liberación de las mujeres y los obreros sin mencionarlo. Es sabido que la reconquista de Mallorca fue impulsada por el independentismo, y boicoteada por la misma república española porque el gobierno de Largo Caballero lo vio como un intento de la Generalitat de recuperar la corona de Aragón.  

A base de reconocer la legitimidad de la justicia de Madrid, o de enviar Ernest Maragall a hablar castellano al Círculo Ecuestre, Junqueras agrava el mismo conflicto que dice querer evitar. Mientras alimenta concepciones de andar por casa sobre el pacifismo o el catolicismo da pie a los discursos de La Vanguardia que piden que España subvencione la burguesía catalana para que pueda controlar a los indígenas del país. Junqueras está repitiendo el error de la Lliga cuando después de la huelga de la Canadiense optó por la vía autoritaria española, disfrazada de peix al cove.

La lección de la gran huelga catalana de 1919, que cambió el mundo, es del todo vigente. Cuando los líderes sociales defienden una idea de justicia seriamente se consiguen mejoras sustanciales y sus sacrificios salen a cuenta. Cuando especulan con el dolor de los desposeídos para soterrar o banalizar el conflicto nacional, la injusticia rebrota con más fuerza y, en el choque final entre mentalidades polarizadas, siempre se acaban imponiendo los delirios más salvajes y castizos de Madrid.