La primera reunión entre el president de Catalunya, Quim Torra, y el del Gobierno español, Pedro Sánchez, en el Palacio de la Moncloa, es en sí misma una noticia ya que la última vez que un presidente catalán visitó el palacio, al menos con conocimiento público, fue el 20 de abril del 2016. Mariano Rajoy recibió a Carles Puigdemont con una carpeta de 46 puntos bajo el brazo, entre ellos el referéndum acordado. La respuesta de Rajoy fue un no rotundo a la consulta y otro no mucho más silencioso a sus otras 45 reivindicaciones.

Desde aquella fecha, la Moncloa puso el piloto automático del no a todo y dejó en manos de los jueces la acción política. El resultado es de sobra conocido: aplicación del 155, supresión de Govern, Parlament y autonomía; convocatoria de nuevas elecciones, prisión y exilio, y, sobre todo, la idea dominante de propinar un escarmiento al independentismo que no lo olvide en años. Solo hubo un pero a esta secuencia: la convocatoria electoral del 21 de diciembre, en que el independentismo ganó y demostró una capacidad de resiliencia muy superior a lo normal, con lo que rompió el guion que estaba previsto.

Gracias a ello llegó Quim Torra a la presidencia del Govern, con una hoja de ruta para hacer efectiva la república y cumplir el mandato del referéndum del 1 de octubre. No cabe esperar movimientos facilitadores de todo ello por parte de Pedro Sánchez este lunes en su primera entrevista con el presidente catalán. En cambio, sí cabe que se pongan encima de la mesa todas las discrepancias; las más peliagudas, también.

Entre otras cosas, porque la política es también la gestión de expectativas. Y la pelota está ahora en el tejado de Pedro Sánchez, que llegó a la Moncloa por accidente. Y quiere durar hasta mediados de 2020, que es cuando tocarían las nuevas elecciones. Y sin los votos de los independentistas catalanes es imposible. Por eso, Sánchez debe mover alguna pieza. En público o en privado.