Las primeras veces que volvía a Barcelona, al poco de haberme marchado, paseaba por la ciudad con un punto de euforia, como si la viera de nuevo. Pasados unos días me ponía de mal humor. A medida que veía a gente, hacía lo mismo que antes de marcharme. Adaptaba lo que decía a lo que pensaba que los otros podían aceptar, evitaba todo conflicto y, en consecuencia, toda conversación real. Esta capacidad de adaptación, que siempre me había parecido una virtud de persona inteligente y ética, ahora me hacía sentir ridículo.

Mientras tanto, el país despertaba del largo su regionalista y descubría su potencial. Barcelona se elevaba a ciudad global. La política, sin embargo, producía el tipo de discursos ideales para explotar la ilusión de la gente sin concretar nunca nada y mantener el tinglado.

Mis amigos que acababan atrapados en esta telaraña cada vez llevaban peor que se les discutieran las elecciones, apelaban a la unidad y me pedían que fuera razonable: que fuera como era antes de marcharme. Su lenguaje cada vez era más vacío, más difícil de utilizar, como si interpretaran un papel. Otros mantenían una feroz resistencia, aguantaban que yo mismo los acusara de aguafiestas, pero discutir con ellos era un placer, y veía en ello el gusto por la libertad que yo había probado fuera.

En los últimos 10 años, el país ha visto cómo las ansias de libertad más genuinas en mucho tiempo eran convertidas, por la política, en un lamento infantil, sin espacio para transformar la realidad. Yo me sentía entre dos mundos: quería colaborar, pero cada vez que lo hacía salía escaldado y sintiéndome idiota. El tonto útil.

Viviendo a lejos de casa, sin embargo, podía alimentarme de la vida que estaba creando sin intermediarios. Cada vez que esta nueva vida fortalecía mi discurso político me llevaba una bronca o perdía un trabajo. Un día le dije a Enric Vila: "Tengo miedo de que te conviertas en un resentido." El miedo, en realidad, me lo daba convertirme yo mismo en un resentido.

Fue para huir de este resentimiento que me marché, pienso ahora. Huía de la sensación de que las únicas alternativas que me ofrecían la política y el periodismo barcelonés eran dejarme utilizar y volverme idiota por el camino o hacerme fuerte en las convicciones y acabar resentido con todo el mundo.

Quizás el miedo a volverme uno resentido era absurdo. Pero también debe de ser la razón por la que no me fui del todo. Todo lo que aprendía y vivía lo ponía en relación con lo que podría hacer el día que volviera, pero lo vivía con incomodidad porque el tipo de actitudes que me permitían aprender las tenía que aguar una vez lo escribía o lo discutía en artículos y tertulias.

Una parte de mí se marchó de Barcelona porque las vidas que se abrían ante mí parecían narcóticos ofrecidos a cambio de someterme a la autoridad competente. Pero también porque la vida se había pegado un par de hostias y el coste de levantarme me había enseñado que las cosas que importan en la vida son fruto de conectar con la parte más auténtica de uno mismo y de salir adelante sin recrearte en el dolor, y no del juego de mentiras y adulaciones que la vida profesional barcelonesa me pedía.

En Nueva York me iba a acostumbrando a que se me pidiera esta autenticidad. A mantener una relación sincera con mis ambiciones. A dejar de obsesionarme con si tenía esta o esa vocación y a centrarme en sacar adelante este o ese proyecto concreto —y si no sale bien, ya saldrá algo más. Así pude explorar ideas nuevas sin ninguna otra respuesta en mi entorno directo, lleno de marxistas o anarquistas, que el aliento y la crítica abierta y directa.

Nueva York es una ciudad salvaje, te enseña el padecimiento y el éxito descarnadamente. Te hace pagar el precio de cada cosa. Te endurece y te ablanda a partes iguales porque solo desde la dureza puedes sobrevivir a la ciudad, pero solo desde la sensibilidad puedes sobrevivir a ti mismo. Te enseña la importancia de resistir toda mezquindad, la que viene de fuera y la que te viene de dentro.

Cada uno tiene su camino y este ha sido el mío para llegar adonde muchos amigos han llegado por otras vías. Emigrar, sin embargo, te hace ser humilde con el contexto y a respetar no con la cabeza, sino con la piel la fuerza que tiene la cultura para propiciar unas vidas más llenas o más vacías. Trabajar con gente sin coacciones me ha enseñado el fondo carcomido de mi cultura y educación, que ahora está a la vista de todo el mundo, en una política cada vez más degradada. Pero lejos de casa también he podido ver la fuerza que tenemos y que tengo. Marcharse ha sido la manera de poder volver. Por eso, una vez he podido construirme una vida fuera, he decidido regresar. Os lo explico en el próximo artículo.