Desde hace tiempo, en el Parlament de Catalunya y en los medios de comunicación, son frecuentes las declaraciones oculistas de varios representantes de los partidos de la independencia. Estas proclamas son sorprendentes porque osan cuestionar la capacidad visual de los políticos españolistas. Son frases campanudas que dudan de la posibilidad que tienen los políticos partidarios de la represión del Estado colonial de mantener la mirada serena ante sus víctimas. De mirar a los ojos mientras practican la injusticia. Dudan de si podrán o no podrán, dado el caso, mirar a los ojos, algún día, a los pobres presos políticos que quisieron llevar a cabo su compromiso electoral con los votantes independentistas del año pasado. Como si mirar a los ojos quisiera decir algo, como si un simple análisis ocular nos pudiera certificar la calidad moral de una persona. Como si los ojos no pudieran mentir, como si los ciegos fueran cajas cerradas, como si los llorones fueran mejores ciudadanos que los de seca pupila. Como si el sentimentalismo no fuera el enemigo número uno de los sentimientos verdaderos y, de manera alarmante, el síntoma de una auténtica epidemia de hipocresía en nuestra sociedad exhibicionista, tan satisfecha de sí misma, tan extraviada en el juego de las apariencias. Míriam Hatibi acaba de publicar un libro que se llama exactamente así, Mírame a los ojos, para hablar del islam. Es el mismo título que había usado hace años Sara Pekkanen en una novela que habla de las infidelidades de un marido insatisfecho. El título corresponde también al éxito musical del grupo mexicano Onda Vaselina de 1997, idéntico nombre de otra canción del dúo Pimpinela del 2003 que dice, entre otras cosas: “Mírame a los ojos / vida mía mira / dime que me quieres / como lo hago yo / tú no sabes de lo que yo puedo ser capaz. / Yo mañana / una nueva vida quiero empezar.” Con todo esto ya podemos ver que se trata de un debate cultural de cierta altura.

No sé si es la mejor idea del mundo que los presos políticos independentistas, además del calvario que están pasando, deban también soportar la mirada a los ojos de unos rivales políticos que ya se han convertido en enemigos. Si encima de estar injustamente encerrado en una prisión debes mantener el corazón quieto y tolerar que los mismos ojos que prometían limpiar Badalona de emigrantes, ahora se te claven dentro de tu pupila. “Hola, Xavier García Albiol, así que has venido a mirarme a los ojos, ¿eh?” Que te observen fijamente los ojos grandes de Miquel Iceta, el encantador de serpientes que pide un día un referéndum y después que esperamos el veredicto del juicio para conocer el final sorpresa, el final feliz del auténtico amor fraternal y federal de España. Hay que admitir que, naturalmente, en un establecimiento penitenciario, los ojos de Inés Arrimadas, los ojos de la hija del policía, no desentonarán en absoluto con el ambiente que se respira, eso es muy cierto, pero tal vez no sería la mejor de las iniciativas tener allí delante a la bella dama haciendo el papelón, proclamando su superioridad moral con una severa mirada a los ojos de sus víctimas, como si fuera el ojo candente de Sauron. Sobre esta cuestión tan delicada de la proximidad ocular profunda propongo recurrir a nuestros principales pensadores de hoy para verlo todo más claro, para mirar a los ojos al fondo del problema. Hace pocos años, en cierta ocasión, algunas respetables señoras feministas se quejaban de la costumbre espontánea de algunos señores de mirarles los pechos durante el desarrollo de una cena íntima para dos. Lo juzgaban intolerable, heteropatriarcal, feo, indigno, dónde se ha visto que un señor mire los pechos de una señora que le gusta mientras cenan. A esta reacción puritana respondió la escritora Empar Moliner con contundente sabiduría. Ella es del parecer que si queda para cenar con un señor que le gusta y el señor sólo le mira a los ojos, si el señor con el que comparte mantel insiste en no mirarle los pechos, es que no vale la pena