Recuerdo una sociedad catalana rancia y vivamente hipócrita. Y ahora la hipocresía se oculta bastante, se paga bien cara, sobre todo en política. Yo recuerdo una sociedad catalana que se ocultaba sigilosamente y se daba miedo a sí misma, una sociedad de silbidos y codazos, atrapada en un conjunto de miserias domésticas, en una telaraña de prevenciones, una sociedad gobernada por la conveniencia que votaba Convergència. O por el PSC, que en eso era lo mismito y perfectamente intercambiable. Naturalmente, el dinero y el sexo, como pasa por todo el planeta, ataba bien atados todos aquellos misterios sordos y gordos, todas aquellas fatigas, todos los fingimientos de la formidable, solariega, hipocresía catalana. Pero, naturalmente, esta palabra no se usaba en modo alguno, que es demasiado sofisticada, de lo que se hablaba —pero sólo en algunas ocasiones porque no nos conviene airearlo—, era de lo otro, de los fariseos, de no estirar más el brazo que la manga, de ser formal y, siempre, siempre y en cualquier momento, como si fuera una obsesión ciega, de querer quedar bien. Que era y será el pasaporte ideal para quedar siempre mal con todo el mundo, en todos los puntos cardinales. Por eso los catalanes somos tan antipáticos y mal vistos, tan ferozmente individuales y tan incomprensibles para un extraño que no tiene ni el tiempo ni las ganas de adivinarnos. Todo lo cual dicho con el descaro que supone hacer cualquier tipo de generalización antropológica sobre la rica y compleja generalidad de Catalunya, escrita así, con gloriosa minúscula.

Parece, en todo caso, que ahora las costumbres sociales están cambiando y no necesariamente están cambiando para peor, como siempre pontifican las personas que poseen años y gafas. El país más reciente, la juventud que ahora viene, es notable conocedora del inglés y, juntamente con la gramática estadounidense, parece que a la vez se van injertando formas de civilización yanqui, maneras de proceder que terminan para mejorarnos, de modernizarnos. El rechazo a la hipocresía y la ambigüedad es hoy un hecho incontestable en las nuevas maneras de hacer política. La verdad nos hará libres y la pasión, el sentimiento, pesa más que la cordura, una vez se ha visto que la cordura podía ser sólo una astucia para enmascarar el acojonamiento del personal, una manera de perpetuar una hipocresía social que no lleva a ninguna parte. El sentimiento, la emoción, hoy reclaman dignidad y respeto social porque convencen más que ninguna otra actividad humana. Que corra el aire. En los nuevos valores de nuestra sociedad no avergonzarse de las emociones y decir la verdad no sólo no se considera obsceno sino muy saludable. Conveniente.

Todo esto explica que el niño bonito y escandalosamente moderno, llamado Andreu van den Eynde, abogado de Oriol Junqueras, ayer se emocionó públicamente en la Sala de Torturas del Tribunal Supremo. Y produjo un silencio de algunos segundos que algunos consideraron legítimo, desinfectante, potable. Y otros, un recurso teatral e incómodo, como el juez Marchena, el padre de la nena, que como siempre que no entiende algo, lo desprecia y se burla, que no sólo cree que sabe mucho de derecho sino de muchas otras cosas y puede ir aleccionando a los demás. Pronto llegará el día que nos recomendará algún remedio para la psoriasis o para el dolor de muelas, algún día cobrará por consejos publicitarios. Se suele decir que somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras, pero un charlatán como Marchena, que todo lo decora con arabescos retóricos, que todo lo desborda con eufemismos y pomposas palabras, no está dispuesto a discutirlo. Él no aprende nada porque viene aprendido de casa, él no dialoga, él sentencia. Como no podía ser de otra manera, por algo es “la pluma magistral de la carrera fiscal” según el conocido pareado del ex fiscal general del Estado Eligio Hernández, su protector y un hombre de los que ya no quedan, practicante de la lucha canaria, y conocido como “el Pollo del Pinar” por haber nacido en esta hermosa localidad de la isla de El Hierro, donde  puede que saquen metal o que se equivoquen.

Ayer Andreu van der Eynde emocionóse y no ocultóse de que se había emocionado. Porque ayer sentimos cómo ciudadanos anónimos narraban cómo fueron salvajemente agredidos por una policía que pagan con sus impuestos. Ayer tuvimos el testimonio en carne viva de la brutalidad de la represión, de la violencia innecesaria, indiscriminada e irresponsable de unas fuerzas del desorden y de la venganza. De policías que no llevan defensas sino porras. Ayer no era momento para la hipocresía, para el eufemismo, para la crueldad, sino para la denuncia, al menos para la mayoría de los catalanes, y así lo entendió perfectamente el abogado Van der Eynde. El juez Marchena prefirió burlarse de eso. Prefirió hacer el hipócrita. Hizo como los catalanes de la vieja política. Como esos políticos que siempre han tratado de quedar bien. Duran Lleida que antes decía que trabajaba por Catalunya y ahora dice que trabaja por Aena. O Santi Vila que que decía trabajaba por Catalunya y ahora dice que trabaja como un profesional liberal de Manhattan. Como Enric Millo, que antes decía que trabajaba por Catalunya y ahora dice que es catalán por casualidad, “por error” dijo ayer y que ahora trabajará para la Junta de Andalucía como si hubiera nacido al sur de Despeñaperros. La verdad hay que decirla. Tienen unos nombres tan amistosos que es imposible no quererles.