Ahora ya se habla en Madrid, incluso, de utilizar el Ejército contra la revolución de las sonrisas, contra la revuelta de los catalanes. Se trata del recurso a la violencia de los débiles. La diferencia fundamental entre el independentismo y el españolismo sigue siendo la misma, que uno es un movimiento popular, imparable, a menudo improvisado y muy mejorable, que arrastra a la clase política catalanista, mientras que el otro, incapaz y sistemático, es una operación política débil, de las elites españolistas que han puesto a trabajar a la administración colonial y punitiva del Estado. Unos actúan de acuerdo con sus convicciones políticas, por idealismo político, perdiendo tiempo, dinero, incluso la libertad, mientras que los otros trabajan profesionalmente para justificar su sueldo, siguiendo unas órdenes jerárquicas, hoy en la dirección marcada por las autoridades de Madrid en contra del legítimo Govern de Cataluña pero que, mañana, en cualquier momento, podría variar y ser cualquier otra cosa. Es una confrontación entre ciudadanos que se consideran a sí mismos como libres, soberanos, frente a unos determinados funcionarios a las órdenes del españolismo del PP. Ciudadanos contra funcionarios. Mientras en España la controversia política ha quedado distraída, durante muchos años y más años, entre el PP y el PSOE, no ha habido ningún tipo de problema puesto que conllevaba solo ciertos cambios mínimos y testimoniales. El día que la democracia ha intentado ir más allá, el día que los ciudadanos han dado la mayoría parlamentaria a un proyecto político de auténtico cambio, en este caso, independentista, los poderes fácticos del Estado han demostrado por la vía de los hechos consumados que no piensan tolerarlo, que tienen la capacidad de generar miedo, sufrimiento, y que la voluntad popular, que la democracia, en realidad, está tutelada, limitada, secuestrada. Lo mismo habría sucedido si Podemos hubiera conseguido la mayoría parlamentaria o si otra fuerza radical hubiera ganado las elecciones para abordar decididamente otro rumbo. Sus representantes políticos también habrían acabado en la cárcel y se habría perseguido, políticamente y judicialmente, su ideología. Hemos visto, acabamos de vivir, que los auténticos límites de la democracia española son muy estrechos cuando los electores pretenden algo más que sustituir en el gobierno a un partido por otro.

Ante la violencia policial y paramilitar durante el referéndum del 1 de octubre contra una población pacífica e indefensa, el president Carles Puigdemont, afortunadamente, tomó la decisión inamovible de evitar por cualquier medio la confrontación física. Su política es firme y quiere evitar la violencia a toda costa. Es en este sentido que, a pesar de la vergonzosa indiferencia de la Unión Europea ante la crisis de los refugiados y de la guerra de lo que fue Yugoslavia, el president de la Generalitat ha querido ir a llamar personalmente a la puerta de las autoridades europeas para denunciar el autoritarismo de Madrid, el encarcelamiento político de líderes sociales y, ahora también, de más de la mitad del Govern legítimo, los consellers y conselleres que se encontraban en el territorio administrado por el Estado español. Su gesto ha sido muy positivo ante la opinión pública internacional, aunque no haya, por ahora, obtenido ninguna respuesta oficial por parte de la Unión. Madrid no solo ha reprimido a la población que pretendía resolver pacífica y civilizadamente el conflicto catalán a través del voto, también ha castigado, reprimido, intimidado a los principales actores del independentismo, incluso a los medios de comunicación, hasta desfigurar la naturaleza misma de la democracia española. La desesperación de Rajoy y de las autoridades españolas no ha hecho más que aumentar cuando, según las últimas encuestas, el independentismo político no deja de crecer y de reunir aún a más voluntades sensatas, moderadas, democráticas, en definitiva, que no aceptan ni toleran el juego sucio de los poderes fácticos españoles. Tras la represión ha aparecido la humillación, completa, de los miembros del Govern encarcelados y, especialmente, de la figura del vicepresident Junqueras, ridiculizado por unos guardias civiles paramilitares que se han atrevido a valorar su anatomía como hipotética cobaya para el disfrute sexual de otros presos, como un ejercicio de deshumanización, de animalización, como vejación y reducción a la categoría puramente objetual del honorable preso político. Como si fuera un ciudadano sin ningún tipo de derecho, secuestrado por delincuentes, en manos de una organización criminal o de un Estado sin garantías democráticas ni respeto por los derechos humanos. España, su Guardia Civil, sus cárceles, tienen el prestigio como instituciones que ellas mismas generan.

Después de la brutal persecución política, de la burla y del escarnio, España solo tiene la opción de la ocupación militar de Catalunya, en caso de que la OTAN le dé luz verde, lo cual no será fácil. Tanta intimidación, tanta saña, tanta desproporción no hacen más que dejar en evidencia la extraordinaria debilidad de Madrid, mientras el independentismo no para de crecer. Catalunya cada vez está más y más separada de España, a punto de la definitiva ruptura, si sus ciudadanos mantienen la calma y persisten en reclamar legítimamente la plena democracia, la libertad.