La jornada de ayer en el Tribunal Supremo de España dejó ver cómo se pueden justificar ante los jueces una violencia y un alzamiento que, en realidad, no se produjeron. La opinión de los televidentes ni cuenta ni contará para nada. Ayer ya entendimos mejor cómo se las apañarán para demostrar lo indemostrable, cómo tienen previsto ganar el juicio. No se necesitan pruebas, no se necesitan argumentos, basta con la venganza y las ganas de ejercerla. Sólo se necesitan unas ganas infinitas, unas infinitas ganas españolistas de ver lo que ni fue el Primero de octubre de 2017 ni lo es hoy. Las declaraciones de los testigos M. Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría y de Cristóbal Montoro exhibieron ante todos qué clase de personas componían el anterior Gobierno de España. Les pudimos conocer un poco mejor. Y lo que es más importante, pudimos constatar qué tipo de escala de valores, qué solidez moral les acompaña o les deja de acompañar. Las declaraciones de los antiguos dirigentes exhibieron a un ex presidente del Gobierno mintiendo espontáneamente, como acto reflejo, patológicamente, cuando le pillan. Cuando él mismo acababa de dejar entender a todo el mundo que es un testimonio adulterado y que, desobedeciendo la ley, ya conoce al dedillo las declaraciones de su predecesora en la silla testimonial, doña Soraya. Lo importante de la declaración de Rajoy no es lo que dijo sino cómo lo dijo. La rapidez y la convicción con que mintió. La facilidad trepidante con la que puede decir algo o puede decir lo contraria. Lo importante es identificar a un individuo que no tiene ningún inconveniente en decir ante los jueces lo que más conviene a sus intereses y a los del colonialismo español, del mismo modo que no tuvo ningún inconveniente en negar que él es el M. Rajoy de los papeles de Barcenas. La arrogancia infinita de su personalidad, incapaz de sentirse responsable de nada que no le convenga poderosamente. Ilustró estupendamente el solipsismo más militante, disfrazado de indolencia, o como diría un filósofo o un psicoanalista, el egocentrismo crudo, que es el punto de vista espontáneo del niño o del imbécil.

El antiguo ministro Montoro, también partidario eminente de los juegos de palabras que exhiben un nudismo ético y moral, supo decir que no había habido malversación de caudales públicos pero que tampoco se puede descartar, que sí pero que no, y a la vez que no, pero que sí. O sea, a ver si entendemos de que va la cosa. Que, en realidad no tiene ni la más mínima idea de lo que pasó con el dinero de la Generalitat aunque es evidente que sí lo sabía y que lo sabe todo perfectamente. Que, como responsable político de las finanzas de la Generalitat intervenida, controlaba completamente la situación, aunque no se puede descartar todo lo contrario.

El mejor testimonio de la jornada, sin embargo, fue el de Soraya Sáenz de Santamaría, ampliando y perfeccionando la estrategia de todos los demás. Profundamente egocéntrica en el ámbito psicológico, demostró una vez más que también sigue siendo una persona atrapada biográficamente y espontáneamente en el egoísmo. El egoísmo más duro que la conduce a decir, públicamente, que se interesó por el estado de salud de los policías heridos durante el Primero de octubre pero que, en cambio, no tuvo ningún tipo de empatía por los más de mil ciudadanos catalanes golpeados por las fuerzas del orden. Presumiendo de catalanofobia. El egoísta, en realidad, no es quien se ama a sí mismo de la misma manera que el españolista no es quien ama a España. El egoísta es el extraviado que no tiene la capacidad de amar a los demás o la incapacidad de amarlos de otro modo que no sea en beneficio propio. Por eso España ama a Catalunya, sólo porque se beneficia de ella, porque ni puede ni quiere dejar de explotar colonialmente el territorio catalán. Por eso Soraya Sáenz de Santamaría ayer sacaba la lengua, y por eso no podía dejar de exhibir una sonrisa burlona, suficiente y arrogante, propia de una persona perdida en su propia subjetividad, tan altiva como vengativa. Y sí, efectivamente, los independentistas fueron violentos contra la policía porque así lo quiere creer ella, porque todo lo que pasó sólo puede ser culpa de los independentistas, porque sólo los que se opusieron a sus deseos son los responsables de la violencia de las fuerzas del orden. Ya que la opinión es libre y ella se considera a sí misma una gigante intelectual, ya que vivimos en una sociedad donde la opinión es la excusa perfecta para cualquier ejercicio de despotismo, Sáenz de Santamaría pudo recordar al tribunal la tesis del juez instructor, la del señor Llarena, la tesis que debe llevar necesariamente al tribunal a condenar severamente a todos los acusados excepto a Santi Vila. La tesis que permitirá justificar lo injustificable. Queda resumida en la famosa y españolísima ley Campoamor:

“Y es que en el mundo traidor

nada hay verdad ni mentira:

todo es según el color

del cristal con que se mira”.