Asistimos estos días al juicio en el Tribunal Supremo a los presos políticos catalanes. Un juicio del cual hay que decir, a manera de preámbulo, que a nuestro parecer:

1.- No se tendría que haber abierto juicio oral, porque eso significaba dar verosimilitud a una instrucción llevada a cabo por el juez Llarena. Una instrucción escandalosa, llena de falsedades tan burdas como desmentidas por centenares y centenares de testigos personales y gráficos sobre los hechos ocurridos delante de la Conselleria d'Economia de la Generalitat de Catalunya. Sin perjuicio de todo un cúmulo de irregularidades como, por ejemplo, la investigación paralela llevada a cabo por diferentes tribunales, la sustracción de la causa a los tribunales y jueces naturales ―en este caso, los catalanes―, el cierre de filas de la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo ante los tribunales de otros estados europeos que no veían por ningún sitio los delitos de rebelión y sedición, o la más que pertinente recusación del juez Marchena ―y, por lo tanto, por extensión, del resto de magistrados―, una vez conocido el escándalo del whatsapp de Cosidó sobre el "control de la sala del Supremo por la puerta de detrás" ―el no menos esperado tejemaneje del Tribunal Supremo por parte del PP, con el silente y tácito apoyo del PSOE―.

2.- El PSOE habría podido impedir, moviendo ficha con la fiscalía, este auténtico atentado a los derechos fundamentales, una vez se produjo la moción de censura a Rajoy, su entrada al Gobierno y nombramiento de la nueva fiscal general.

Sin embargo, no ha sido así, su fiscalía ha sido tanto o más beligerante ―incluso con muy explícitos pronunciamientos públicos― que la del PP y, por lo tanto, dio vía libre a que se pudiera celebrar este juicio-farsa que a buen seguro pesará en el futuro sobre la ya muy precaria credibilidad de la democracia española. Ya hace muchos años que el recientemente desaparecido líder del PNV, Xabier Arzalluz, habló de la "democracia de baja calidad". Hoy resulta plenamente vigente aquella frase, todavía más cuando están recientes los pronunciamientos del Tribunal de Derechos Humanos sobre casos de torturas, sobre el juicio a Arnaldo Otegi o la sentencia sobre el caso de los miembros de la Mesa del Parlamento Vasco, caso este, por cierto, en que la condena de Estrasburgo afecta directamente al juez Marchena, que presidía la sala del Supremo que condenó a los miembros del Parlamento Vasco sin respetar su derecho de defensa. No tienen que sorprender, por lo tanto, los recortes que Marchena aplica recurrentemente al derecho de defensa durante la vista, por más que haya intentado revestir su actuación, sobre todo en las primeras jornadas, de una impostada aura de magnánima manga ancha. Al final, como la cabra tira al monte, Marchena tiende al talante estructural y profundo de su cúpula, de esta justicia hacia la cual ―según acostumbraba a decir el hace años fallecido Francisco Hernando, presidente del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo entre 2001 y 2008― "Franco siempre se portó bien".

No resulta ocioso volver a resaltar que el PSOE sí que pudo, pero no quiso, actuar desde la fiscalía y apartarse de esta escandalosa manipulación de la justicia en que se ha convertido el llamado "juicio al procés". Existía el precedente del llamado "caso Atutxa", en el cual, una vez accedió Rodríguez Zapatero al Gobierno, la fiscalía nombrada por los socialistas decidió no impugnar el sobreseimiento de la causa en el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. Desgraciadamente, una vez retirada fácticamente la querella por la Fiscalía General del Estado de Rodríguez Zapatero, quedó en pie la acusación de Manos Limpias, que fue la que llevó el caso a casación al Tribunal Supremo, una vez el TSJPV absolvió a los miembros de aquella Mesa. Y fue precisamente el juez Marchena el que materializó la condena. ¿Alguien puede tan sólo imaginar el escenario que hubiera quedado con la sola acusación de Vox en el juicio del procés?

Catalunya es en sí mismo el problema número uno de la política del estado español

En todo caso, los hechos son como son, y la cobardía del PSOE (el secretario general Pedro Sánchez, antes de acceder al gobierno, pidió, no lo olvidemos, una revisión del delito de rebelión a fin de que se pudiera aplicar a los presos políticos catalanes) ante la derecha y sus propios barones internos nos ha traído hasta aquí. El juicio político más importante de la democracia del régimen del 78.

Catalunya, y por extensión Euskal Herria y ―aunque en menor medida― Galicia, es en sí mismo el problema número uno de la política del estado español. Por no referirnos ahora al problema más próximo a los que suscribimos este artículo, el problema vasco, de profundas raíces históricas. El llamado "problema catalán" tiene, por razones históricas, políticas, económicas y demográficas, una dimensión que, siendo en su naturaleza similar al problema nacional vasco, adquiere una relevancia que hace todavía más incomprensible que se quiera sustraer al ámbito de las decisiones políticas y remitirlo a las instancias judiciales. Instancias que, por otra parte, como ha quedado bien acreditado una vez más, manipulan los hechos hasta los extremos más nefastos, ignominiosos e incluso humillantes hacia una sensibilidad democrática basada en el respeto a los derechos fundamentales.

Un mínimo repaso a la historia de Catalunya nos habla de una nación sometida después de la Guerra de Sucesión con la supresión y arrasamiento de sus Constituciones; de una nación que lucha por lo menos desde las Bases de Manresa de 1892; siguiendo por la Mancomunitat de Catalunya de 1914 ―el fin era recuperar la capacidad de la gestión administrativa de las antiguas Cortes catalanas― y que disolvió Primo de Rivera en 1924; la Catalunya del Estatut de 1932 (resulta aleccionador ver con qué argumentos se combatía aquel Estatut desde España, sus descalificaciones parecen calcadas de un discurso actual de Inés Arrimadas, por ejemplo); los pronunciamientos a favor de una República catalana ―el efímero de 1873, que proclamaba "el Estado catalán federado con la república española", el de Macià en 1931, que declaraba "en nombre del pueblo de Catalunya, proclamo el Estado catalán bajo el régimen de la República catalana, que libremente y con toda cordialidad anuncia y pide a los otros pueblos hermanos de España su colaboración en la creación de una Confederación de pueblos ibéricos", o el de 1934 de Companys, que vuelve a proclamar el Estado catalán y acaba en prisión―, hasta llegar a nuestros días con un agotamiento del llamado régimen del 78.

Este agotamiento del régimen del 78, en el caso catalán, se ha traducido en las consecuencias de un general y continuo deterioro de la democracia en España y la insostenibilidad económica de un modelo autonómico que ha hecho que muchos catalanes ―al contrario de los muchos vascos que votaron 'no' o se abstuvieron en el referéndum constitucional de 1978― creyeron en un cierto margen de interpretación constitucional que permitiera el respeto pleno a su realidad nacional y que han visto que ni se los respeta en su modelo político, cultural y educativo, sino que, además, se les incauta cada año un significativo porcentaje de su PIB, hayan optado, desde el auténtico golpe de estado a la Constitución perpetrado el 28 de junio del 2010 con la sentencia contra el Estatut del 2006, por el planteamiento del derecho de autodeterminación, y, como primera instancia, por una reclamación de poder someter la cuestión a referéndum. Lo hicieron por vías institucionales hasta 18 veces. Es importante recordarlo cuando se habla de unilateralidad. La unilateralidad puede ser producto de la falta ―en este caso flagrante― de voluntad bilateral por parte del estado español.

La batalla que está librando la Catalunya que defiende los derechos fundamentales, es la batalla de todos los que defendemos el pacifismo y la plena validez de la desobediencia civil, la dignidad y la no incriminación de aquellos que defienden sus derechos inalienables hasta las últimas consecuencias

Nos encontramos ahora, después de estos últimos años de lucha persistente, masiva, pacífica y democrática de millones de catalanes, con un estado que, mediante la chapucera manipulación de hechos absolutamente verificables y profundamente pacíficos en su expresión, quiere castigar ejemplarmente conductas democráticas y tipificarlas como hechos violentos que merecen unas penas comparables, cuando no superiores, a casos tipificados como rebelión o sedición ―de aquí la obsesiva definición de manifestaciones masivas y pacíficas como supuestamente protagonizadas por incontrolables turbas violentas―.

Es el Estado que no dudó a pasar por encima del Estatut del 2006, acordado en el Congreso, ratificado en el Senado, sometido a referéndum y firmado por el Rey; este Estado que, como bien recordaba Jordi Turull, se salta una tras la otra las resoluciones del Tribunal Constitucional que dan la razón a la Generalitat. El Estado que, como denunció Jordi Cuixart delante de la sala presidida por Marchena, está recortando, uno tras el otro, derechos fundamentales no sólo de los catalanes, sino de todos los ciudadanos del estado español. Un Estado que pretende algo que, por mucho que ahora lo exhiba impúdicamente, estamos seguros de que no conseguirá, es decir, sustraer, una vez más, un problema político, el problema de Catalunya y el resto de naciones del Estado, del debate y resolución política y llevarlo a los tribunales, convenientemente afinados, pretendiendo así parar por la vía punitiva de sus tribunales un problema secular que sigue sin ser resuelto.

La batalla que está librando la Catalunya que defiende los derechos fundamentales, esta Catalunya que va más allá de los presos políticos y formaciones independentistas, porque no es ―o no es solo― la batalla por los derechos a la autodeterminación o la independencia, sino la batalla por los derechos fundamentales de las personas y los pueblos, es la batalla de todos los que defendemos, desde la firmeza democrática, el pacifismo y la plena validez de la desobediencia civil, la dignidad y la no incriminación de aquellos que defienden sus derechos inalienables hasta las últimas consecuencias.

Estamos convencidos de que más pronto que tarde ―aunque ahora, parafraseando al Burlador de Tirso de Molina, "el que de un bien gozar espera, cuando espera desespera", se nos haga muy largo, e incluso se aventure un final en el Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo que puede traducirse en no menos de 7 años―, la razón de la democracia y los derechos fundamentales se acabará imponiendo. Porque no puede asistir sino razón en aquellos que, durante tanto tiempo, no han hecho sino plantear una lucha valiente, democrática, pacífica y, por qué no decirlo, bella, para los derechos fundamentales. No tenemos que desfallecer en esta lucha por derechos fundamentales de las personas y los pueblos, los nuestros y los de todo el mundo. No tenemos derecho a desfallecer. La batalla es larga, pero venimos de una historia jalonada por luchas que nos trajeron derechos civiles que ahora nos parecen una cosa normal, pero en otros tiempos no fue así. Al final, triunfará la razón, aunque cueste muchos esfuerzos e incomprensión. Hace 7 siglos, Ramon Llull dejó escrito, en sus Proverbios: "Causa extrañeza que, en la ciencia del derecho, se violen los derechos de la razón". Ganaremos la batalla.

 

Jon Inarritu es senador por EH-Bildu / Gorka Knörr es exmiembro del Parlamento Europeo