Llevamos más de 14 semanas de la agresión criminal de Rusia contra Ucrania. Agresión que el déspota ruso, Putin, ha calificado de operación militar especial, todo para desnazificar uno de los graneros del mundo, al frente del cual hay un judío que ha llegado al poder por la vía democrática. Vivir para creer. Hay que recordar también que una de las promesas electorales de Zelenski era negociar la paz en el Donbás. ¿Qué ha pasado desde abril del 2019, cuando el actual presidente ganó las elecciones?

Ha pasado que Rusia, una débil superpotencia nuclear en el mundo global, ha creído que, para la reconstrucción de la Rusia eterna, no hay que negociar con nadie, ya que negociar es ceder y sólo los débiles ceden. Y mucho menos hay que negociar con un enano político y económico como Ucrania; enano político que, de un tiempo a esta parte, lucha, no siempre con especial éxito, todo hay que decirlo, para sacarse de encima la cultura imperial de corrupción y caciquismo. Que Ucrania llegara a ser una democracia asimilable a una occidental, pero con casi dos mil trescientos kilómetros de frontera común, era una pesadilla que tenía que erradicarse desde la raíz.

Putin creía que la invasión del crisol de Rusia estaría chupada, una Crimea bis. Creyó que la campaña sería una Blitzkrieg y que ni la UE ni los EE.UU. harían más que escandalosas protestas. Según sus previsiones, pasada la rabieta, todos tan contentos y a seguir haciendo negocios.

Nada de eso ha pasado. Primero, la resistencia ucraniana, encabezada por su presidente, además de heroica, ha sido eficaz, ya que ha detenido la supuesta marcha triunfal de los rusos. Todo hay que decirlo, con gran ayuda económica, armamentística, logística y de inteligencia por parte de Occidente. La muestra más evidente es la prácticamente ausencia de guerra aérea. La causa no puede ser otra que la aviación rusa no puede volar y no por falta de aparatos o de pilotos; la causa residiría en la inseguridad de un espacio aéreo controlado desde el otro lado del umbral occidental de Ucrania. Pero además, por primera vez, las sanciones acordadas y practicadas contra Rusia, su economía y sus oligarcas, espectaculares —la exclusión del sistema internacional de interconexión bancaria, por ejemplo— aunque podían haber sido superiores, junto con el cierre de fronteras y el aislamiento por el lado europeo de Rusia, han sido eficaces.

Ucrania supone para Europa meterse en el espejo de la realidad y darse cuenta de que, todavía, a pesar de todo, no es mayor de edad, que no se puede sentar en la mesa de los másters del universo

Se podía haber hecho más, pero ni China, ni India, ni África se han sumado al boicot. Es más, en algún caso, como China, que está en vías de convertirse en la salida, generosa, de emergencia de Rusia. No olvidemos que con unos datos aterradores: una inflación de más del 17% y un recorte de casi nueve puntos de su PIB. Datos que una autocracia puede resistir; una democracia, no. Ahora bien, Rusia ingresa por petróleo y gas más de lo que ingresaba antes de la invasión, gracias, especialmente, a los ejemplares protestantes del norte que, no hace mucho, no paraban de derribar a los PIGS y, mira por dónde, tan nórdicos, tan formales y tan estrictos, ahora se mantienen arrodillados ante del gas ruso, que viaja por cañerías explotadas en buena parte por occidentales. ¡Mira por dónde! Contra estos no ha habido ninguna sanción, aunque la exportación de energía rusa paga con creces su criminal acción en Ucrania. Además, entre las consecuencias de la covid —con el cierre de China durante meses de sus principales puertos exportadores—, la inflación por nuestras regiones, a los dos lados del Atlántico, llega casi al 9%. Este es el precio económicamente hablando de la respuesta de las democracias a la incuria rusa.

Llegados a este punto, se vuelve a poner de relieve un dato, de hecho, un dato-bisagra: la doble dependencia europea de la UE respecto de los EE.UU. en materia de seguridad —ya desde la I Guerra Mundial— como de Rusia en materia energética. En el fondo, nuestro bienestar depende de los intereses de los EE.UU. y de los de Rusia. Sin contar con el apoyo más claro que el agua de China a Rusia. Para nosotros son dos —tres— grandes superpotencias, ya que ni tenemos una defensa digna de tal nombre ni una relativa independencia energética; que ni se avistan en el horizonte más optimista. Un buen momento para reflexionar sobre haber llevado a cabo una política de deslocalización, incluso de producción estratégica, sin freno. Esta doble dependencia ha sido tozudamente cultivada, a pesar de saltar a la vista de que ni a los EE.UU. ni a Rusia —China, de momento, expectante— les conviene una Europa fuerte y razonablemente independiente.

Dicho de otro modo y como resumen: Ucrania supone para Europa meterse en el espejo de la realidad y darse cuenta de que, todavía, a pesar de todo, no es mayor de edad, que no se puede sentar en la mesa de los másters del universo.

El último capítulo, patético capítulo, ha sido el viaje a Kyiv de la Troika —curioso apelativo en este momento— europea para pedir a Zelenski que se detenga y negocie con Rusia por el Donbás. El pacifismo, que se ve como gratis cuando no eres la víctima directa de la agresión criminal, me temo que a estas alturas parece más bien una nueva versión del appeasement, de una reedición de Múnich 1938. Putin ha dado sobradas muestras de que los acuerdos valen lo que valen sus misiles y, por lo tanto, las próximas democracias en caer podrían ser el Báltico y Europa volvería a estar desprevenida, como han demostrado los nefastos servicios secretos franceses. Al fin y al cabo, el appeasement también tiene un precio: no es gratis ni a miles de kilómetros del conflicto armado.

Nueva y última conclusión: la paz y la democracia van juntas. Tienen un precio muy elevado en todos los terrenos. ¿Estamos, como ciudadanos de la Unión Europea, dispuestos a pagarlo? ¿Nuestros dirigentes serán capaces, más allá de televisivas performances, de decir la verdad y, como hizo Churchill, que haría falta sangre, sudor y lágrimas?