Relatan las crónicas mexicanas que algunos hombres para demostrar su masculinidad, es decir, para ver quién era más macho, iban a la vía del tren y apostaban a ver quién era el último en retirarse ante la embestida del ferrocarril lanzado a tumba abierta. Relatan las crónicas que los cementerios están llenos de machos.

Contra lo que se cree, la testosterona no es sólo una hormona masculina. Es un grave defecto de percepción de la realidad, que sufren tanto hombres como mujeres. Trump y Thatcher serían dos ejemplos de esto: no saben retirarse cuando han perdido, puesto que no saben que han perdido y operan con sus recuerdos de victoria como si fueran la realidad actual.

El día 26 está previsto el pleno de investidura. Parece que desde la misma noche del 14-F los partidos que cuentan para formar gobierno no han tenido tiempo en estas seis semanas de presentar un gobierno con su programa. Algo que mejorar.

El nudo gordiano que no encuentra solución parece estar bien localizado, pero, hoy por hoy, no parece, sin embargo, tener solución. A pesar de que todos los partidos llamados a formar o apoyar el futuro gobierno se llenan la boca de que quien ha ganado, por primera vez en voto, es el independentismo, la cosa no tira.

No tira porque hay dos clases de independentistas. Los buenos, los de verdad —aunque sean de hace un par de meses—, los que proclaman que la independencia tiene que ser ya. Que como se ha ganado en votos, la cosa está clara. Quien no piensa así no será independentista macho. Será autonomista, procesista y, a poco que se apriete, botifler; será todo eso o más y peores cosas, pero indepe de los buenos, ni soñarlo.

Hay que ir, según ellos, de cabeza a la independencia, sin saber ni cómo ni cuándo. Sólo que hay que ir como si se acabara el mundo. La frustración que experimentan muchos catalanes produce impaciencia. Ni la una ni la otra son gestionadas por los independentistas macho. Y la frustración y la impaciencia crecen.

Nada es incompatible con la independencia, pero la independencia sin futuro sería un despojo. Al fin y al cabo, sobra testosterona y falta mucho mientras tanto, es decir, creación de prosperidad

La otra cara de la moneda es el mientras tanto. Pero no un mientras tanto de cara a la galería basado en nebulosas propuestas sociales. El mientras tanto tiene facetas claras. La de la independencia y la sociopolítica.

La primera supone evitar la revocación de la independencia ganada en votos por la siguiente votación ganada también en votos por los no independentistas. Por la misma regla de tres que los primeros tendrían derecho a proclamar la independencia, los segundos tendrían derecho a revocarla. Se produciría en un estéril perpetuum mobile, un permanente día de la marmota.

Por eso otros dicen que esta mayoría en votos tiene que ser sostenida en el tiempo; es decir, la voluntad ciudadana tiene que solidificarse. No parece, todavía, que se haya llegado a este punto.

Excluida, il va de soi, la violencia —aterrorizar, esclavizar o expulsar a los disidentes, por ejemplo—, sólo queda la seducción, el convencimiento, el razonamiento, el construir puentes sobre puntos comunes para una mejor sociedad y demostrando que la gestión es mejor —cosa no demasiado difícil, pero hasta ahora sin mucho éxito— en este lado del río.

Eso requiere algo más que un par de horitas o de elecciones: requiere que vía elecciones se conforme una sólida mayoría permanente. Tarea nada fácil, pero, como ya a estas alturas todo el mundo tendría que saber, el camino a la independencia no es fácil, ni por asomo. Y alguna prueba de ello hay. Más de una, diría.

En la vertiente sociopolítica, hay que construir mejores condiciones de vida, que sean el reclamo para apuntarse a un nuevo estado. Primero, abatir la pandemia. Acto seguido, mitigar la desigualdad. Empieza a ser no moralmente intolerable, que hace tiempo que lo es, sino un lastre para la prosperidad del conjunto de la sociedad: nos hace peores y más pobres. Una sociedad en la que la clase de los excluidos parece ser lo único que se amplía poco futuro tiene.

Así, por ejemplo, una vía de futuro es la universidad. Decir —es verdad— que las universidades públicas catalanas son con diferencia las mejores de España, es decir poca cosa, cuando la primera de todas, la Universitat de Barcelona, no está siempre entre las 200 primeras del mundo. Las universidades constituyen uno de los elementos primigenios de la innovación, y por lo tanto, del bienestar, además de ser un magnífico ascensor social y una formidable plataforma de integración. Pero son ignoradas en su financiación, contrariamente a lo que pasa en el mundo occidental; se hace como en España.

Tendríamos que estar, sin dejar de luchar por la amnistía, diseñando los objetivos y protagonistas de los fondos europeos de la Next Generation: 140.000 millones de euros, en siete años, la mitad a fondo perdido. Es el gordo de la financiación y, nuevamente, al macho le parece como si fuera algo de otro mundo. La sociedad civil, la de verdad, existe, no la que hace manifiestos en estaciones vacías, espera el apoyo de las instituciones catalanas para alzarse con una buena parte de la financiación de nuestro futuro.

Nada es incompatible con la independencia —ni siquiera dialogar con los que no la quieren ni en pintura—, pero la independencia sin futuro sería un despojo. Al fin y al cabo, sobra testosterona y falta mucho mientras tanto, es decir, creación de prosperidad.

O dicho todo de otro modo: si el objetivo de unos y otros es el mismo, la independencia, la estrategia tiene que ser el resultado de una conjunción de opiniones que buscan, de manera solvente, es decir, duradera, este objetivo. Sobra testosterona y falta razón.

Una consecuencia que se convierte en una gran losa de proporciones colosales que lastra la política catalana: no reconocer que todos son independentistas de igual categoría. No hay indepes de primera, segunda o, incluso, de tercera. Y nadie tiene derecho a hacer esta clasificación. Ni nadie tiene la obligación de soportarla.