¿Hasta cuándo abusarás, Juan Carlos, de nuestra paciencia? Sabréis perdonar, queridos lectores, el fusilamineto que hago a Cicerón de la primera de sus Catilinarias, denunciando y acusando en el Senado de Roma al conspirador Catalina. Frase, como otras de Cicerón, que han pasado a la historia. Esta por manifestar el insoportable cansancio que un personaje público nos produce.

Esta nueva septimana horribilis para la monarquía parece sin embargo que no vaya con ella. De hecho, la cosa va para largo. En efecto, según los círculos habitualmente bien informados y prolíficos en desinformación, el exrey, autoexiliado en una satrapía del Golfo, parece que tiene intención o interés -que no es lo mismo- en pasar la Navidad en su casa. Dejando de lado que no saben dónde está su casa, en la medida en que no forma parte por decreto de la familia real, se diría que se añora de los cielos velazquianos, no como el año pasado, que tuvo una Navidad californiana a tutti plen. Quizás allí donde vive en cuerpo de rey -como por cuna toca- no llega Papá Noel, quizás demasiado calor para un nórdico como él.

Sea como sea, ha regularizado a Hacienda casi setecientos mil euros. Ciertamente es un hecho al que tiene derecho, ya que formalmente no constan abiertas diligencias ni en Hacienda ni en la Fiscalía ni en ningún juzgado, diligencias que tendrían que haber sido notificadas a él personalmente. En consecuencia, es una regularización voluntaria que sólo lleva como sanción, por así decirlo, los intereses de demora.

Cuesta creer que se pueda pensar que con eso se ha acabado la bronca. Pero cuesta creer que, de una parte, Hacienda no tuviera abierto ningún expediente ni sobre el exrey ni sobre ningún miembro de la familia real, como mínimo a raíz de los papeles de Panamá, donde la difunta hermana del ahora exmonarca era la presidenta de la fundación de los regios fondos offshore.

Cuesta entender que la Fiscalía no haya comunicado nunca a Juan Carlos que era objeto de diligencias. Choca mucho, ya que parece ser que sus abogados sí estaban enterados. Demuestra una vez más que, como señaló la abogada del estado en el juicio contra Urdangarín y compañía, en Palma, "Hacienda somos todos" no es más que una campaña publicitaria. También queda confirmado el que Fernández Díaz -o quizás Marcelo- dijo: "Después la Fiscalía lo afinará".

Sea como sea, la regularización tiene uno de los requisitos que requiere la doctrina, que es que sea espontánea. Es decir, produce efecto libertario de responsabilidad penal y/o administrativa si el deudor a Hacienda declara complementariamente sin estar sujeto a una inspección fiscal por fraude. Formalmente aquí no. Como los Pujol, en julio de 2014, cuando estalló el escándalo de las cuentas en negro en Andorra. Ya ha dicho Díaz Ayuso, y su conseller de Justicia, Enrique López en idioma rajoià que Juan Carlos no es igual ante la ley, como el resto. O como siempre: hay unos más iguales que otros.

Otros requisitos de la regularización fiscal son su veracidad e integridad (no puede ser engañosa ni parcial) y sólo afecta el impuesto y ejercicio que se regulariza. No es una ficha que se pueda ir pasando de un impuesto o de un ejercicio a otro. Eso comporta que Hacienda tiene que verificar la regularización y aceptarla, sin enmienda, como tal. O sea, que, si estuviéramos delante de un personaje del común, ahora el fisco abriría unas diligencias de comprobación. Vaya, una gestión elemental.

Pero hay más cosas. En la regularización tiene que constar el origen del patrimonio opaco. Si no, podríamos encontrarnos ante un delito de blanqueo de dinero. El dinero puede provenir de operaciones legales, de comisiones, por ejemplo. Si hay facturas reales que las soporten, nada que decir, fiscalmente, claro está. Pero el dinero, como parece que eran las Royal Black, era un regalo de un filántropo. Juan Carlos tendría que tributar por donación y no por rentas del trabajo personal. La tarifa sería más gravosa. Tributo que tendrían que abonar los beneficiarios de las black, ya sea por tener una tarjeta de este tipo o ser beneficiarios de la generosidad del regio donante para cubrir sus gastos ordinarios o extraordinarios.

Juan Carlos, nuevamente, no sólo ha perdido la inmunidad constitucional de jefe del estado; y, cuando lo era, no es nada seguro de que la tuviera para defraudar a Hacienda, blanquear o recibir sobornos, por ejemplo.

Ha perdido la indulgencia de una ciudadanía que, agobiada por una serie de crisis sistémicas, remachados por la pandemia, ya harta más allá de lo que se puede describir con palabras, no quiere tolerar más abusos a su costa. Que se rían de ella, vaya. Perder esta inmunidad es la peor pérdida para la monarquía. No parecen conscientes ni la corona ni quienes los rodean y protegen porque, en definitiva, proteger la corona es proteger el régimen.

Al fin y al cabo, la confianza popular, la mejor garantía de inmunidad, no la recuperará con destartaladas felicitaciones de Navidad, firmadas también por su mujer, más propias de horteras christmas comerciales, por mucho que aparezcan en la página oficial de la Casa Real.

Como decía al principio: ¿Quousque tandem abutere, Ioannes Carolus, patientia nostra?