Antes de proseguir con la revista, personal e intransferible, que hago del proceso al procés. Resulta adecuado hacer una precisión mínimamente técnica. Me refiero a la sacralización de las pruebas.

Veamos la prueba testifical. Los legos empiezan la valoración de la declaración por el final, es decir, por el hecho de que, como el testigo tiene que decir la verdad, bajo pena criminal (hasta tres años de prisión), cualquier alejamiento de la verdad es punible. La cuestión es mucho más complicada. Sin ninguna pizca de cinismo, la verdad es algo muy difícil de establecer ―lo demuestra nuestra experiencia cotidiana en temas anodinos―. Más fácil, teóricamente, es establecer el núcleo de la verdad: si el sujeto empuñaba o no un cuchillo, por ejemplo. Los contextos, los contornos, son bastante inaprensibles. Así pues, las imprecisiones o los matices, incluso intencionales, no son delito.

Sin entrar en la complejísima psicología del testigo (hay que desconfiar de los gurús, reales o de ficción televisiva, de los microgestos, por ejemplo), alguna línea general sí que se puede dar. En primer lugar, el testigo es sorprendido por los hechos; nadie busca un hecho para ser testigo de ello. Esta sorpresa hace que, como no se ha podido, en general, presenciar o percibir por los sentidos todo el acontecimiento, lo reconstruimos en base a nuestras habilidades, capacidades, es decir, según nuestras reglas de la experiencia. Si la sorpresa ha sido traumática, el estrés subsiguiente juega a la contra: desde el olvido de aspectos fundamentales o la reconstrucción no intencionada, pero como salvaguardia, de lo que hemos tenido la suerte de presenciar; y no digamos si somos las víctimas o lo son los nuestros próximos.

Además, en las declaraciones de altos cargos, públicos y privados, existe la tendencia manifiesta a apartarse de los hechos. Así hemos visto a lo largo del juicio, y veremos todavía muchas más veces, como el testigo se sale por la tangente, con más o menos elegancia, expresando que aquello sobre lo que se le pregunta o no lo ha visto o se lo han referido o no es de su competencia. A veces, salirse demasiado por la tangente acaba siendo evidente y el testigo pierde su credibilidad.

Este intento de salir del foco es debido a diferentes factores. Uno: que la acción penal para perseguir hechos relacionados con la causa todavía esté abierta y el testigo, siendo consciente de ello, quiere apartarse del tema, no fuera que revelara algo que lo metiera dentro. Pero en general el aire exculpatorio, esté abierta la puerta de la acción penal o no, es muy frecuente. Parece, algunas veces, que el testigo, compañero de trabajo o de despacho del imputado, apenas pisara la oficina donde compartían normalmente quehaceres profesionales.

En otros momentos, el testigo lo que quiere es reafirmarse y/o reafirmar su institución. Estos afanes de protagonismo ("yo lo hice bien, no como el acusado" o "nosotros eso no lo hacemos nunca ni lo hemos hecho nunca") también distorsionan la comprensión primordial de sus declaraciones. Y todo sin haber faltado sustancialmente a la verdad. Queda hecha, pues, esta somera precisión.

Los contextos, los contornos, son bastante inaprensibles. Así pues, las imprecisiones o los matices, incluso intencionales, no son delito.

Una de las testigos estrella fue Montserrat del Toro, la letrada de la Administración de Justicia que llevó a cabo el registro de la Conselleria d'Economia el 20-S. Como otros testigos, se mostró muy firme a preguntas de las acusaciones, pero vaciló sustancialmente a preguntas de las defensas. Como siempre, es la contraposición de ambas series de declaraciones lo que hay que tener en cuenta.

Arrancó con una contundencia detallista admirable. Pero al poco se torció. Lo hizo cuando, ante la poca claridad del auto de entrada y registro, llamó al magistrado de su juzgado, el 13, que fue quien la dictó, para aclarar puntos oscuros. Da igual lo que dijo o no el juez o ella entendió. El hecho es que no registró las conversaciones y lo que le dijo el magistrado. La contundencia, pues, flaquea. No es un tema nada menor, dado que los letrados de justicia tienen la fe pública judicial, es decir, sus actas tienen presunción de veracidad y autenticidad, vaya, como un notario.

El registro se alargaba y cada vez llegaba más gente delante de la Conselleria. Es comprensible que la letrada tuviera miedo. La ya famosa petición a su juez de "¡sácame de aquí!" no es para reírse. Pero este estado de nervios no es muy compatible con una confesada abstracción tal que el tiempo le pasó volando ni con la tranquilidad de que se respiraba en el interior de las dependencias administrativas. Tampoco resulta compatible que al mismo tiempo dijo que no oyó el griterío de la gente ni la música proviniendo de un improvisado embalado, con el hecho de que afirmara ―eso sí, año y medio después―, antes de volver a desdecirse, que oyó la voz de Carme Forcadell. Como muchos otros testigos de cargo que parecían imbatibles fuera de la confortabilidad que brinda el cobijo de las acusaciones, al perder pie con las acusaciones, disminuyen su contundencia pretendida o inicial. Construir sobre este testimonio un levantamiento público y violento o público y tumultuario está radicalmente fuera de lugar.

Finalmente, sin entrar en consideraciones sobre el comportamiento de la letrada de justicia, que en alguna medida recuerda al de la directora del Institut Pedraforca de l'Hospitalet, la Sra. Dolores Asenjo, al juicio por el 9-N, hay un detalle, que desde un punto de vista profesional, vacila.

Sólo a la tercera vez que se le ofreció salir, aceptó. Las otras dos ocasiones adujo que tenía mucho miedo ante el tumulto (sic), que la comisión judicial había entrado entera y saldría entera y con todo el material confiscado, el acta del registro y una serie de pendrives con documentación diversa. Pues bien, al fin y al cabo, se marchó ―la célebre huida por los tejados quedó en unos brincos, con ayuda eso sí, por terrazas típicas de l'Eixample―, dejando gran parte del material registrado y sólo llevándose el acta y los pendrives. Y se fue hacia casa, a intentar descansar. Sorprende esta reacción, vista la importancia de la documentación que llevaba encima, que no fuera al juzgado a dejarlo bajo cerradura y cerrojo, teniendo en cuenta que era su juzgado, el 13 de instrucción, que estaba de guardia, con su magistrado al frente. Curioso.

Si el proceso penal, que persigue la verdad material, priva a la sala enjudiciadora de material al respecto, hay una grave laminación de este principio y, nuevamente, del derecho de defensa

Declararon varios políticos (José María Espejo Saavedra, David Pérez) que no aportaron nada nuevo a sus conocidas posiciones totalmente contrarias a la tramitación en el Parlament de los diversos procedimientos legislativos de los cuales el juicio lleva causa. Interesante en el terreno personal, no procesal, fue la declaración de Neus Munté sobre las razones de su paso al lado en un momento crítico. Se piense lo que se piense al respecto, apartarse de un presunto delito no es ningún delito ni para ella ni para los que continúan a la carrera. Más relevante fue lo que dijo Roger Torrent, más exactamente lo que no dijo porque no se lo dejaron decir.

Partiendo de las afirmaciones procedimentales sobre las diversas tareas de asesoramiento de los letrados y la imposibilidad de que la Mesa entrara en el contenido de una propuesta legislativa, fuera de parlamentarios o del gobierno, tal como ya habían manifestado Núria de Gispert y Ernest Benach, y después de también manifestar que él hubiera hecho lo mismo que Carme Forcadell, al querer ser interrogado por las defensas, sorpresa: el presidente lo abortó de raíz. En efecto, sólo se podía preguntar sobre los temas que le había formulado la acusación popular (la acusación que lo solicitó).

Aquí el derecho de defensa quedó en muy mal lugar: si el proceso penal, que persigue la verdad material, priva a la sala enjudiciadora de material al respecto, hay una grave laminación de este principio y, nuevamente, del derecho de defensa. Serán, reitero, estos pequeños detalles ―bueno, no tan pequeños― los que hagan mella en Estrasburgo.

Después les tocó el turno a los miembros de apoyo jurídico del Parlament, los letrados Xavier Muro, secretario general, y Antoni Bayona, letrado mayor en la fecha de los hechos. A pesar de su incomodidad en los momentos en que tuvieron que ejercer profesionalmente en el Parlament en sus respectivas funciones y sus reservas a la hora de declarar ante el TS, lo cierto es que no pudieron hacer más que ratificar lo que es patente: los dictámenes de los letrados ni son preceptivos ni son vinculantes. No lo son ni lo pueden ser.

En efecto, la actividad legislativa no se puede paralizar ni someter a los controles de los no electos (la soberanía popular que cualquier Parlamento encarna quedaría supeditada a una especie de tecnocracia áulica poseedora sólo ella de la verdad). En cuanto a sus advertencias, hechas quedan. No es lugar aquí de entrar a valorar su corrección, oportunidad y adecuación a las circunstancias. Lo que quedó cristalino es que ambos letrados no tienen ninguna responsabilidad derivada del proceso vivido en el Parlament. Algo de lo que ya éramos sabedores. Nihil novum sub sole.

La actividad legislativa no se puede paralizar ni someter a los controles de los no electos 

Finalmente, los testimonios acabaron el jueves con, en el momento de los hechos, un miembro de la cúpula de los Mossos, el comisario general de Información, Manel Castellví. En general, su testimonio produjo un estruendo emocional inconmensurable, unos aplaudiendo con las orejas, otros sufriendo de lo lindo.

Según mi opinión, para los que creen que este procés es y será una muestra excelsa del estado de derecho, el testimonio de Castellví no tiene precio. Dejando aparte que no parece ―lo debe ser― una persona especialmente dotada para la oratoria o la exposición sistemática de temas, y sin olvidar que, como jefe de información (terminología políticamente correcta para espionaje), está seleccionando permanente qué puede decir, qué hay que decir y si hay que decir lo que dice, quedaron claras varias cosas.

La primera, hizo informes sobre escenarios de violencia, mencionado a radicales revolucionarios, y cifró en 47 los grupúsculos detectados. Sin embargo, no especificó ni el número de integrantes ―eso, sin embargo, que no se encontraban necesariamente vinculados a organizaciones políticas― ni los medios físicos ni económicos de los cuales disponían. Es una información más bien light; si es esta misma la que transmitió al Govern, resulta poco relevante para decidir sobre la celebración del referéndum por temor a violencia propia.

En segundo término, dejó igualmente claro, ratificando las declaraciones de su jefe, el conseller Forn, que la abogada del Estado no entendió cuando lo interrogó. Así, que hiciera lo que hiciera el Govern, los Mossos, con Trapero al frente, cumplirían las resoluciones judiciales. Y sin interferencias de los políticos.

Con esta afirmación, por más que Castellví saliera decepcionado de la reunión con Puigdemont, Forn, Junqueras y otros miembros del Govern, queda clara la desconexión entre los políticos y la única fuerza armada de la cual podían haber dispuesto, los Mossos. El mito, tan generosamente como con gran desconocimiento ―poca inteligencia de base― blandido de que la Generalitat disponía de hecho de una fuerza armada de 17.000 hombres y mujeres, se desmenuzó en aquel mismo momento y no se podrá volver a reconstruir.

Por eso salta a plena luz un tercer elemento que hay que destacar y mucho. Desconectados los independentistas gubernamentales y sociales de la fuerza armada, en ningún informe surge ―ni Castellví fue interrogado al respeto―, los mencionados 47 grupos potencialmente violentos fueron creados, impulsados, financiados, animados o mediatizados por los que se acaban de quedar sin fuerza armada; fuerza armada, para ser fieles a la realidad, que nunca estuvo en cuestión.

La frustración que experimentó el declarante es una cuestión personal suya y de nadie más. Pero quedaría sobradamente compensada por la profunda exculpación que hizo del mayor Trapero: siempre fiel a la ejecución de las órdenes judiciales y a la actuación proporcionada. El chivo expiatorio se aleja.

Así pues, en caso de existir una rebelión, con el salto al lado que hace íntegramente la cúpula de los Mossos, le hubiera tocado al Govern, deprisa y corriendo y a la Pancho Villa, movilizar a los grupos potencialmente violentos. Ni se produjo ni a nadie le pasó por la cabeza ni se detectó. Se fio todo a la ciudadanía.

Hasta aquí mi visión de la semana en la sala de plenos del TS. Del Fairy no vale la pena hablar. Con el quitamanchas basta.