O delitos bola. Igual que tenemos las fake news, tenemos los fake crimes. Delitos que no existen, aunque se abran causas penales y se meta a gente en prisión con el más que serio riesgo de largas condenas. Fake crimes de padre y muy señor mío.

No son solo fake crimes porque un sector muy mayoritario de penalistas españoles haya dicho que el proceso vivido en Catalunya no ha generado ni rebelión ni sedición ni malversación. No son solo fake crimes porque el Tribunal de Schleswig-Holstein, ese "tribunal regional", según el Tribunal Supremo español, que tiene más de supremo que de tribunal, dijera en su resolución del 12 de julio pasado que "no tuvo lugar ningún bloqueo significativo en las calles, no se prendió fuego en ningún sitio ni se produjo ningún acto de pillaje. No se hizo uso ni de gases lacrimógenos ni de mangueras de agua. No se hizo uso de ningún arma de fuego".

Todo eso no es poco, sino que, al contrario, es decisivo, muy decisivo. Pero la amarga guinda del pastel de los fake crimes viene de la mano del actual primer ministro español. Así es, pocos días antes de que, para sorpresa de todo el mundo se convirtiera en presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el 16 de mayo, quince días antes de su investidura tuiteó: “Vamos a llevar al Parlamento una modificación del Código Penal para revisar el delito de rebelión. Tenemos que defender el bien jurídico que es la Constitución, pero este delito debe acomodarse a la España del siglo XXI. #LDPedroSánchez”.

Resulta cristalino que se quiera modificar el Código Penal, como irónicamente señaló el exconseller Mundó, en lugar de modificar la Constitución: es así porque la regulación penal es insatisfactoria. Dicho de otra forma, para el mismo Pedro Sánchez, la regulación actual del delito de rebelión, fake crimes sobre el que pivota toda la cruel farsa judicial del proceso contra el procés, conlleva que no estemos ante un delito de rebelión, como ya expusimos en estas mismas páginas.

Si los académicos españoles, en el manifiesto citado reiteradamente, si los tribunales extranjeros encargados de dar cumplimiento a las insustanciales euroórdenes no ven delito en los líderes del procés, es sin ningún tipo de duda algo esencial. Pero que el mismo presidente del Gobierno, dos semanas y pico antes de acceder al cargo, pida un reforma penal para adecuar este delito a la realidad del siglo XXI es más que indicativo: es clamorosamente un indicio de la falta de adecuación de la legalidad a los hechos, que se quiere meter a golpes de maza judicial.

Esta petición de Sánchez —Pedro—, se valore como se valore, deja bien patente que la regulación actual es insatisfactoria para aplicarla a los hechos que tan dramáticamente afectan a veinticinco personas, ocho de las cuales están en prisión y cinco (de hecho, siete), con el tan injurioso como inexacto título de fugados, están en el exilio.

Dicho bien a las claras: según el mismo presidente del Gobierno, la regulación actual de la rebelión es indebida. Y si es indebida, quien sufre las consecuencias las sufre indebidamente. Por eso estamos ante unos fake crimes, unos delitos bola.

En estas circunstancias, escudarse en decisiones judiciales, que se pueden redirigir por parte del Gobierno con las preceptivas instrucciones al Ministerio Fiscal, aparte de una cobardía, manifiesta una clamorosa injusticia que perturba cualquier desescalada —término ahora de moda— en el conflicto entre Catalunya y España. Mientras haya presos, ninguna oferta española será creíble, por muchos errores —que los hay— que la parte catalana haya cometido. Con presos por fake crimes y sin violencia, el diálogo político de fondo es inviable.

La libertad de los presos no es ninguna moneda de cambio ni puede serlo. Es una condición sine qua non para sacar adelante un proceso negociado con el Estado. Retrasarla es una auténtica iniquidad.