Los cuentos infantiles suelen empezar situando la acción en un país lejano. La pedagogía implícita hace uso de este recurso retórico para facilitar la comprensión de la historia que relata. No se habla, en realidad, de un país lejano, sino de acontecimientos de casa, de nuestro día a día.

Sin embargo, la realidad no es la que resulta ahora y aquí lejana. En nuestro caso es el rey Felipe VI quien es un rey lejano, lejano a la realidad catalana y, por lo tanto, a la ciudadanía de Catalunya. Lo demostró otra vez en su último discurso navideño. Sea dicho de paso que el formato del discurso navideño no es el más adecuado para los tiempos que corren. El horario, por ejemplo, las nueve de la noche del día 24, recuerda épocas pretéritas de teleclubs, de gente reunida en torno a un receptor de televisión con cuernos y mucha nieve. Ahora, en los tiempos actuales, con pantallas 4G y con familias de varias condiciones, en las que el aparato ya no es el rey de la sala, no parece un vehículo eficiente. No se puede decir que sea el mejor momento para prestar atención a un discurso político que se pretende grave y serio.

Por todo eso y algo más, el discurso del rey Felipe VI resulta cada vez más el de un rey lejano. Falto ostensiblemente de la empatía de su padre, el actual jefe del Estado da a sus intervenciones la tediosa solemnidad más propia de una oposición a inspector del Timbre que de un comunicador atento a las necesidades de los ciudadanos.

A este tono severo —ser cercano no es necesario, pero facilita las cosas—, incluso puede que buscado expresamente, se le añade un contenido admonitorio, nada conciliador y claramente portador de un disgusto verdadero.

El discurso del rey Felipe VI resulta cada vez más el de un rey lejano

En lo tocante a Catalunya, el discurso del Rey no podía ser más desafortunado, cosa que no quiere decir que no fuera sincero. En efecto, por una parte el Rey presentó, mencionando incluso la posibilidad de defectos que no detalló, una España pletórica de virtudes: una Arcadia de la estabilidad, un Estado social y democrático de derecho plenamente consolidado y una potencia económica mundial. No hace falta más que salir a la calle para presentar, presenciar o sufrir multitud de ejemplos que desmienten cotidianamente este triunfalismo acrítico.

Por otra parte presentó una Catalunya divisora, tensionadora e insolidaria. Pasando por el aprieto —esta fue mi percepción— de la derrota electoral del mal llamado "constitucionalismo" cientocinquentaicinquista, previno sobre nuevas derivas divisorias, tensionadoras e insolidarias que rompan la convivencia, la democracia, la legalidad y la prosperidad. Una opinión no compartida de manera generalizada, obvio resulta decirlo, en Catalunya.

De todos modos, a título de hipótesis dialéctica, admitamos que Catalunya no se ha portado bien y que ha causado división —¿dónde?—, tensión —¿a quién?—, empobrecimiento —¿dónde y a quién?—. Admitámoslo, hipotéticamente.

Excepto en el caso de seguir a algún comentarista de la prensa artificialmente mantenida, retardando la ejecución de sus deudas estratosféricas, que cifra el número de fanáticos catalanes en más de dos millones, un observador mínimamente juicioso e imparcial convendrá que, si ha habido —hipotéticamente hablando— división, tensión, empobrecimiento (o su peligro), alguna otra parte será acreedora de un pedazo de responsabilidad en esta división, tensión, empobrecimiento, siempre hipotéticamente hablando.

En lo tocante a Catalunya, el discurso del Rey no podía ser más desafortunado, cosa que no quiere decir que no fuera sincero

Pasar por alto en un discurso de tanta magnitud política, según el oficialismo, el hecho de que la política es una cuestión de relaciones —voluntarias o forzadas— y del binomio acción/reacción es sorprendente. Da la impresión de que no se trata de un olvido y la ausencia de un llamamiento a la concordia o, cuando menos, a la negociación para acercar posturas entre posiciones enfrentadas. Da la impresión de que tal enfrentamiento no existe.

Solo existe una disidencia fanática y caprichosa, sin ningún tipo de base, a la que se ofrece como única solución la sumisión, no una transacción. Esto y no otra cosa supone exhortar a plegarse al camino del que nunca se tenía que haber salido, hayan sido las que fueran las causas que lo propiciaron. O sea que volvemos al africanismo hispánico, ahora llamado "marianismo", que el jefe del Estado, ciertamente de forma educada, parece también compartir.

El jefe del Estado tiene muy poco poder efectivo, cierto es. De acuerdo a la Constitución, más allá de las funciones representativas, se limita a una reducida esfera de árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones. Ahora bien, el Rey tiene un ámbito de actuación propio nada despreciable en momentos difíciles como el que atravesamos. Por mucha que sea su identificación con las tendencias políticas dominantes, parece un imperativo utilizar este poder arbitral y moderador llamando solemne y formalmente —ahora sí es el momento— a las partes para llegar a un acuerdo sólido y duradero.

Esta potestad regia, propia y exclusiva del monarca, según mi opinión, no brilló ni por su ausencia en su mensaje navideño. De esta forma, lo quisiera o no, dejó de lado a una parte significativa, electoralmente mayoritaria, de Catalunya. Y no solo la parte electoralmente mayoritaria. En Catalunya diría que es todavía más mayoritario llegar a soluciones pactadas, soluciones que, hay que decirlo, forzosamente pasan por radicales cambios en el sistema político-institucional vigente. La calma después de la tormenta no significa que el clima haya cambiado. Tan lejos no se puede estar.