Como cada año, el mensaje navideño de Felipe VI no tiene nada que ver con el mítico discurso del rey Jorge VI, el 3 de septiembre de 1939, retratado en la película El discurso del rey, de Tom Hooper (2010). Una vez oído y leído, no se entiende la expectativa generada. Por fuerza sería, como fue, más de lo mismo.

Este año ha leído otras líneas llenas de lugares comunes, vacías, sin emoción, en las cuales el término España puede ser sustituido, prácticamente, por el nombre de cualquier otro país, sin quitar la pandemia. España presenta algunos problemas comunes al resto de la comunidad internacional; pero presenta otros muy singulares y enquistados, desde la desigualdad a un concepto de unión que sólo es posible por la imposición.

De todos modos, es lo que no dijo lo que llama más la atención. Ninguna referencia, ninguna, a los partidos políticos e instituciones responsables de hacer superar la pandemia y sus consecuencias económicas y sociales. Sólo referencias a unos funcionarios públicos (militares, policías, protección civil, servicios de emergencias) y "muchos otros servidores públicos", este ya sin especificar.

Sin quitar méritos a nadie, no salen en ningún momento mencionados por su nombre, por ejemplo, los maestros, quienes, en no pocas ocasiones con una mano delante y la otra detrás, han mantenido la vida escolar, especialmente, la de los más pequeños, durante tres meses largos de severo confinamiento, en el cual los perros salían a pasear y los niños no. Del mismo modo, dejó de nombrar específicamente a todos los empleados privados del sector de la alimentación, de la farmacia, de los bienes de primera necesidad y de los transportes, en contacto directo con el público sin más protección que gel, mascarilla y guantes.

El Rey obvió la palabra clave en democracia: diálogo. Sin diálogo constructivo y sincero no hay modo de progresar de ningún tipo

Esta relativización y subestimación impregnó un pasaje fundamental del discurso real cuando dijo: "No olvidemos —afirma el Rey— que los avances y el progreso en democracia son el resultado del reencuentro y del pacto entre los españoles después de un largo periodo de enfrentamientos y divisiones". O sea, que lo que hubo antes de la Constitución fue una serie de enfrentamientos, no una cruel y sanguinaria dictadura de 40 años, fruto de una rebelión —esta sí— militar.

No es de extrañar, pues, que, lejos de censurar la abierta hostilidad —una nueva muestra— de grupos de militares, en activo y/o en la jubilación, lo pasara por alto y diera las gracias a los uniformados por su contribución a la erradicación de la pandemia.

Tampoco es de extrañar que en su reiterado llamamiento a la sumisión a la Constitución por parte de todos, no hiciera la más mínima mención al comportamiento abiertamente inconstitucional de aquellos grupos políticos que la incumplen de forma manifiesta. Ante nuestros ojos presenciamos cada día su disfrute consistente en bloquear, por ejemplo, la renovación de varios órganos de control del poder político. Mientras tanto, estos órganos, todavía en sus manos, dan de sí lo más reaccionario y antidemocrático imaginable, haciendo caso omiso de los cambios políticos que han tenido lugar últimamente y que les han hecho perder, por decisión popular, las mayorías políticas que les permitieron secuestrar la función de equilibrio y control constitucional.

No nos tiene que extrañar tampoco una referencia exclusivamente retórica a comportamientos indignos del exrey, su padre. Afirmó Felipe VI que existen unos principios morales y éticos que obligan a todos los ciudadanos —visto su estatus, ¿el rey es un ciudadano?— sin excepciones y que están por encima de cualquier consideración, de cualquier naturaleza, incluso personales o familiares. La ética y la moral están bien. Pero lo que nos hace responsables a los ciudadanos es la sumisión a la ley y no cometer delitos ni otro tipo de ilegalidades. La moral está bien, pero vivir al margen del delito, todavía es mejor y, además, sí que es obligado bajo pena criminal.

Y por encima de todo, el Rey obvió la palabra clave en democracia: diálogo. Sin diálogo constructivo y sincero no hay modo de progresar de ningún tipo. Para los reyes, quizás en tanto que monarcas —literalmente, el poder de uno—, eso del diálogo les sonará a un cuento de Las mil y una noches, en árabe, claro.

Y ya que hablamos de los cuentos de Oriente, tampoco mencionó por ningún lugar la palabra corrupción. Ni una referencia literaria, al menos, a Alí Babá y los cuarenta ladrones. No será porque no tengamos una buena representación por estas y otras regiones.