Primero de todo, una felicitación: feliz año; haber llegado hasta el día de hoy ya es un éxito. Una observación (no un consejo): cambia el calendario, pero si no cambiamos nosotros, todo seguirá igual. No podemos esperar que haciendo lo mismo, haciendo lo mismo, repito, las cosas cambien. Una cosa son las aspiraciones, los objetivos, y otra muy diferente son los medios practicables; con buena voluntad, ni siquiera con fuerza de voluntad, se alcanzan los objetivos: hace falta una planificación realista, lo que no quiere decir ni fácil ni conformista. Los últimos años, de objetivos bien, pero la planificación y la ejecución, manifiestamente mejorable, la verdad.

Uno de los terrenos en que hay que mejorar es en Derecho. Sí, del Derecho. Ya sé que el Derecho no tiene buena prensa. Pero sin Derecho no hay civilización ni democracia. Ahora no puedo entrar en una polémica eterna, repetitiva y llena de sofismos, pero Derecho y ley no son, ni de lejos, lo mismo. Si la ley se acerca al Derecho, mejor para la ley y para todos. Pero el colmo de la Justicia —ideal imposible de abarcar, pero hacia el que tenemos que empujarnos con todos nuestros afanes— es el Derecho. Las dictaduras también tienen leyes —o eso dicen—, pero no tienen Derecho, porque, como más que bien sabemos aquí, han olvidado la Justicia y la Democracia. No hay que poner ejemplos, pues los herederos del franquismo se molestan y con razón: quedan en evidencia con sus grandezas de España.

Eso viene a cuento de que, posiblemente de la mano de algún editorialista de la prensa oficialista, se acuñó hace tiempo el término constitucionalista para delimitar aquellos sectores políticos que rechazaban el terrorismo, primero, y, posteriormente también sirvió para excluir del marco ordinario a los partidarios de otras formas no violentas de cambio de las estructuras del Estado español. El primer partido no constitucionalista fue, quien lo diría ahora con el hegemónico urkullismo, el PNV. Ahora son no constitucionalistas todos los partidos que no tengan como norte irreductible una esmirriada interpretación, escasa y claramente excluyente, de la Constitución de 1978.

Son no constitucionalistas todos los partidos que no tengan como norte irreductible una esmirriada interpretación de la Constitución de 1978

No constitucionalistas son, obvio resulta decirlo, todos los partidos soberanistas, tengan el ideario que tengan. Incluso lo es Podemos con todas sus marcas autonómicas y alianzas territoriales. No comulgar con la interpretación de los que o no firmaron la Constitución de 1978 o, siendo partidarios, han hecho de ella una vía de carro democráticamente intransitable, significa no ser constitucionalista, lo que es igual a convertirse en un proscrito legal, en una auténtica paria jurídico-política.

Pues no, no y no. De entrada, no puede reivindicar para si el término constitucionalista quien hace de un texto abierto y no militante, como es la Constitución de 1978 —con todos sus problemas, ¿pero qué constitución no tiene?—, un texto que lo administra como quiere, otorgando credenciales, no de constitucionalista sino de adicto al régimen —cosa de la que sabemos bastante—. Estas credenciales son otorgadas a quien comparte un panorama institucional, que es el propio de observar el mundo político, social, cultural y económico por el agujero de una aguja, no de una de aquellas de las murallas de Jerusalén, sino de una vulgar aguja doméstica de coser.

Los demócratas, en general, todas y todos, y, especialmente, los que nos dedicamos al mundo del derecho, del Derecho al servicio de la Justicia y la Democracia, somos constitucionalistas, porque somos operadores generales, unos, juristas otros, pero todos abiertos. Lo somos porque creemos que el progreso se hace con apertura de miras y con interpretaciones de las normas de acuerdo al tiempo en que se tiene que aplicar, sin retroceder nunca ni un milímetro en materia de derechos fundamentales, derechos que en calidad y en cantidad no tienen que parar de aumentar.

Detrás del monopolio de la Constitución, tal como lo entienden y practican los constitucionalistas, está el monopolio del Derecho

Pongamos un ejemplo. Cuando los retrógrados se oponían, para prohibir el matrimonio igualitario o, simplemente, el matrimonio entre personas, a pesar de no encontrar ningún argumento ni formal ni material en la Constitución que lo prohibiera, se refugiaron, constitucionalistas ellos, en... el Diccionario de la Real Academia. De esta suerte, pasaban a ser fuente suprema de Derecho, no la Justicia, ni la Democrática, ni si quieren, la Constitución, sino los cooptados ocupantes de los sillones mayúsculos y minúsculos —con escasísima representación femenina y que, se sepa, nula no heterosexual—, ajenos a todo procedimiento democrático de nombrado. Este tipo de comité áulico y ajeno a las pasiones de la modernidad era quien tenía que decir qué era matrimonio. Ya, en harina, también podían decir qué era familia, propiedad o bienestar, ponemos por caso.

Al apoderarse del término constitucionalista (mejor dicho: a su ultraestrecha interpretación), gran parte de los opuestos al sistema del 78 está renunciando, no ya a la Constitución de la Transición —cosa perfectamente posible—, sino a lo que significa el mundo del derecho, como vehículo de Justicia y Democracia. En efecto, detrás del monopolio de la Constitución, tal como lo entienden y practican los constitucionalistas, está el monopolio del Derecho, igual de estrecho, ramplón y excluyente que la Constitución que blanden.

Al quedarse con las marcas, pretende quedarse con los contenidos, es decir, con la Justicia, el Derecho y la Democracia. Darles esta ventaja supone, a opinión mía, un error catedralicio. Un buen ejercicio, pues, para el 2018, es cambiar de chip y reivindicar la pertenencia al mundo de la Justicia del Derecho y la Democracia, como patrimonio de todos y no de los que se han apropiado indebidamente de la etiqueta. Sólo faltaría que, encima, nos quitaran la Justicia, el Derecho y la Democracia.