Lo que está pasando en el PP dicho nacional y su enfrentamiento en Ayuso viene de lejos. No se trata, o no solo, de provocar una humareda que tape el desastre de las elecciones de Castilla y León. Desde que en otoño Casado previno —es un decir— a Ayuso del asunto de las mascarillas y de la más que presunta participación de su hermano en la gestión del aprovisionamiento de este preciado bien al inicio de la pandemia, estaba cantado que Génova disponía de un arsenal de fechorías considerable por controlar, y dado el caso, destruir a Ayuso.

Así son los partidos. No creo que haya mucha diferencia en la confección de dosieres, excepto el ahora fuego real —y no de artificio— utilizado para intentar librarse de la estructura central del núcleo que se conforma en Madrid. Es una constante histórica. El PSOE, el PP, Unidas Podemos... sucumben a movimientos irresponsables por personalistas y se encaraman siempre para superar en poder al núcleo central. Madrid quiere ser España, pero no llega nunca. Las maquinarias oficiales se acaban imponiendo. El coste: perder más que posiblemente elecciones.

¿Ahora la cosa va de ver cuánto dinero público directa o indirectamente han pasado a manos de amigos o familiares de Ayuso —¿solo de Ayuso?, ¿por qué solo contra Ayuso?, ¿solo en Madrid?— con la relajación por necesidad de los controles de suministro de productos inexistentes en Europa para superar la pandémica que nos cogió a todos con la guardia baja. Iremos sabiendo más cosas por filtraciones desde dentro —como los SMS que recibió la líder de Más Madrid, Mónica García, y que ha llevado a Fiscalía; también sabremos más gracias a investigaciones periodísticas, singularmente lo que hoy se denomina "periodismo de datos". Diario.es fue el primer medio, en noviembre, a excavar literalmente en las webs de la Comunidad de Madrid y que levantó la liebre, hecho que soltó la tormenta actual.

Sin embargo, creo que el enfoque de la trama, cuando menos en algunos casos, es incorrecto. El relajamiento de las medidas de contratación —la concurrencia de ofertas decae legalmente y la Administración puede contratar directamente a un proveedor— puede provocar, de hecho provoca, que conseguidores de todo tipo sean llamados por la Administración, obviamente no directamente, sino con discreción, o que estos comisionistas —negocio mercantil en principio legal desde el fondo de la historia— se acerquen a la Administración necesitada y le ofrecen todo tipo de servicios, a precio de mercado. En marzo-abril de 2020, el precio de mercado era el del escasez y el de la competencia feroz entre estados o empresarios fuertes —hemos visto como contratos cerrados han sido derivados en otras regiones que pagaban mejor.

En estos casos, como en todos en el que se intercede, el comisionista cobra, algo perfectamente legítimo y legal. Como comerciante lleva los libros obligatorios, factura regularmente y lo declara a Hacienda. Ningún problema. La cuestión aquí es quien paga al comisionista: la Administración o el contratista. Para que lo pudiera pagar la Administración habría que hacer un contrato público de intermediación, lo cual aquí no se ha llevado a cabo. Consiguientemente, lo ha pagado el contratista.

Si lo paga el contratista, es un coste que tiene que cargar en algún sitio: o gastos generales de su empresa o a la factura que gira a la Administración como una partida más, es decir, como los artículos suministrados, el transporte, comisiones de cambio, almacenaje... Este es un cargo difícil de explicar a la Administración. Primero, por el precio y, después, por el origen. Con respecto al precio, una comisión, que ahora se llama del 3% cuando al principio era del 20%, es irrisoria en los tiempos más graves de la pandemia. Pero más irrisoria es todavía cuando la giran empresas de lo que tienen relación, aquí, con el mundo sanitario y, sin embargo, suministran material destinado a esta finalidad.

La respuesta no puede ser otra que el comisionista es, de hecho, el promotor de la operación que se ha servido de una empresa prácticamente inexistente por su volumen de negocio declarado y con prácticamente nula musculatura financiera y comercial, pero amiga, como de empresa pantalla para hacer a un servicio lucrativo, muy lucrativo. Es decir, sociedades pantalla o testaferros, cosa que pinta muy mal. En este contexto, detallar en la factura a la Administración el nombre del destinatario (directamente a él o a una empresa suya) supone descubrirse: sale a la luz, en los papeles, negro sobre blanco, que el beneficiario de la jugosa comisión es un amigo, un hermano o la madre de la presidenta de la Administración contratante, en este caso, la Comunidad de Madrid.

Ni Aragonès, ni Urkullu, ni Sánchez, ni Ayuso contratan nada, ni firman nada: contrata la Administración que presiden

Porque no debemos olvidar un punto nuclear del Derecho administrativo: la Administración tiene personalidad jurídica única. Se contrata con la Generalitat, con el Gobierno vasco, con el Gobierno de España... no con el órgano de contratación especializado en la materia en cuestión: pizarras para los coles, armamento para los policías, equipos informáticos... Es más, ni Aragonès, ni Urkullu, ni Sánchez, ni Ayuso contratan nada, ni firman nada: contrata la Administración que presiden y, por lo tanto, las de sobra conocidas incompatibilidades negociales públicas, tanto estatales como autonómicas, prohíben la contratación con parientes y familiares. Como es lógico. Barrera que los listos se empeñan, con bastante éxito, en saltársela. Sin embargo, como parece un secreto a voces, sabemos más o menos la vida de los otros. Llegado el momento, la información —perfilada como tiene costumbre el PP sirviéndose del mismo aparato público de seguridad o externalizado— se pone delante del ventilador y listos.

Las lágrimas de cocodrilo han aflorado en formaciones antagonistas del PP que tienen que mirar con disimulado júbilo la sima donde está cayendo el partido alfa de las derechas españolas. Que sea imprescindible para la salud democrática un partido conservador es indudable. Que esta función la cumpla un PP, cribado por la corrupción —donde domina un sector extremista, a veces, como ha demostrado, xenófobo, antifeminista, paladín de la desigualdad sin límites, ajeno a los controles todo controlando los órganos controladores—, es una función desnaturalizada, porque pretende con bastante éxito ocupar todo el poder a cualquier precio. Se ha convertido en un antagonista del sistema, no un engranaje de contrapeso y equilibrio del sistema.

Si esta crisis sirviera para la creación de un auténtico partido liberal conservador, bienvenido sea. Con el permiso de los cainitas de todo tipo y de Vox. Si sirve para que los más extremistas ocupen realmente el poder del sector —como parece que pasa o pasará en Francia— tenemos mucho trabajo. Mucho.