Mil trescientas sesenta y nueve personas ingresadas hoy. Y el lunes eran mil setecientas veintitrés. Póngalas una tras la otra y le sale una cola bien bonita. Como la de hacerse una PCR para poder ir a no-sé-donde de vacaciones. Y súmele sus familias directas. A tres por ingresada son más de cuatro mil. Total, que en este momento en nuestro país hay unas cinco mil quinientas personas sufriendo por si su situación COVID empeora y la cosa acaba en la UCI o más allá o por si acaban produciéndose secuelas.

Y paralelamente este viernes, solo en la ciudad de BCN, Guardia Urbana y Mossos desalojaron a seis mil personas que estaban de botellón, tres mil quinientas de las cuales en el barrio de Gràcia. O sea, dos realidades paralelas que conviven tranquilamente, la de la supervivencia en una cama de hospital desde la soledad del apestado y las fiestas multitudinarias en las cuales no hay mañana. El "cuidado, que si pringas le ves las orejas al lobo y detrás la caja de pino" frente el "a mí no me pasará nada, que esta enfermedad es de viejos". Y ahora mismo gana la segunda. Por muuucho.

La sensación ahora mismo es que la mayoría evitamos ser conscientes de que existe un virus que nos puede complicar la vida. Convivimos con él como lo hacemos con los accidentes de tráfico, que siempre los tienen los otros. Porque nosotros controlamos. O cómo nos sucede con el cáncer, una enfermedad que existe pero que nunca pensamos que nos tocará a nosotros. ¿Por qué? Porque aunque tengamos familiares y amigos que la hayan sufrido, tendemos a aislarnos mentalmente de lo que nos puede angustiar. Rechazamos la posibilidad de sufrir y seguimos adelante como si el riesgo no exististiera. Y si nos toca, ya veremos lo que hacemos.

Hace un año y medio que convivimos con el virus y ya lo hemos integrado en nuestras vidas. Hemos pasado por momentos que nunca habríamos imaginado y por situaciones impensables, pero aquí estamos. Y seguimos adelante. Y los que ya no están, son como los muertos de una guerra, que se entierran y la vida continúa bajo las bombas. Y si oímos que caen cerca, nos tapamos los oídos y bajamos la cabeza. Y ahora nos ponemos la mascarilla con un automatismo calcado al que hacemos cuando subimos al coche y nos ponemos el cinturón de seguridad, olvidando cuándo íbamos con nuestros padres y nuestros hermanos por la Collada de Toses o las Costas del Garraf en un 850 donde no iba atado ni el canario.

Sabemos que el virus está, porque lo hemos visto, pero ya no nos da miedo. Ni siquiera le tenemos respeto. Está aquí, como están todas las otras desgracias que nos amenazan. Pero está allí, con ellas, en la parte de nuestra vida que queremos ignorar. Por lo tanto, todo lo que nos puedan explicar y recomendar las "autoridades" nos resbala. Que esta es la otra... Nos han dicho tantas cosas y nos han prohibido otras tantas más, que ya no les hacemos ni puñetero caso. Hablan y hablan y es como cuando de adolescentes nuestra madre nos comía la oreja y nosotros teníamos la cabeza en ir a jugar o en ir de fiesta, dependiendo de la edad. Exactamente igual que ahora. Porque las "autoridades" son nuestros padres diciéndonos las cosas por nuestro bien para después nosotros hagamos lo que nos plazca. Porque nunca dejamos de ser adolescentes y por pura supervivencia mental.