El sistema constitucional español ya no da más de sí. Cada pieza se desprende de la otra con un crujido cada día más estruendoso. No es un derrumbe súbito, sino una implosión lenta, persistente, iniciada años atrás y que ahora vuelve a mostrarse en toda su magnitud, aunque en clave más española. Podemos decir que, más o menos, todo arranca con el procés. Desde entonces, cada sacudida institucional ha sido una réplica del terremoto inicial: la ley de amnistía como respuesta tardía a un conflicto mal resuelto; la apertura del caso Pujol y la operación Catalunya como subproductos de una guerra de poder disfrazada de moralidad; la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez al gobierno como consecuencia directa de aquel debilitamiento estructural del sistema, etcétera. Todo lo que hemos vivido (y sufrido) desde entonces está conectado. La “democracia” española o, más bien, el régimen del 78 no ha sabido digerir aquel shock inicial. Y cada intento de coser una parte ha abierto una nueva costura en otra.
Así llegamos a este final de 2025, en el que todas las placas tectónicas parecen querer moverse a la vez. El caso Pujol inicia por fin su juicio, con testimonios que no solo remueven un pasado pendiente de comprobar, sino que (igual que entonces) sacuden todo el mapa político actual. Los casos de corrupción que salpican al PSOE (y que, aunque se demuestren ciertos, funcionan sobre todo como un goteo de advertencias directas al presidente Sánchez) dejan al gobierno español cada día más acorralado: el hermano del presidente, su esposa, Leire, Cerdán… La sentencia contra el fiscal general del Estado abre también una crisis institucional sin precedentes. El ascenso de Vox confirma que el sistema bipartidista se agota y que en España también se pretende liquidar el viejo mecanismo del tira y afloja con los partidos nacionalistas. Mientras tanto, aquí, Illa actúa como un gobernador en nombre de un 155 que asocia el “orden” a un autoritarismo difícil de disimular, y el ascenso de Aliança Catalana opera como la toxina resultante de los errores del procés. A diferencia de los años treinta (por situar también un período convulso o de régimen en crisis), la frustración no había tenido nunca una expresión conservadora radical catalana. Pero no es de extrañar que la gente, ante una deriva tan salvaje como la de los últimos años, caiga en la tentación de pensar que esto ya es lo de menos.
La sensación de implosión es cada vez más acelerada, como si todas las grietas del sistema hubieran decidido abrirse a la vez
A todo esto se le suman los incumplimientos de Sánchez en la mesa de Suiza y la ruptura con Junts, que desactiva el relato de la mayoría plurinacional antes incluso de que haya llegado a concretarse en ninguna reforma real. La sensación de judicialización de la política y de politización de la justicia es ya tan espesa que cuesta distinguir dónde acaba una cosa y dónde empieza la otra. El rey emérito, en un capítulo esperpéntico, hace confesiones a plena luz del día y admite sentirse “traicionado” por los catalanes, suplicando mantener el régimen del 78 (o la sagrada “unidad”) en una escena de auténtica tragedia decadente. Isabel Díaz Ayuso advierte casi todas las semanas que “ETA nos gobernará”, en un crescendo retórico que solo alimenta la histeria general. Y, por encima de todo, el president Carles Puigdemont espera saber si podrá regresar en libertad o si el Estado querrá hacerlo pasar de nuevo por la penitencia ritual. Su resolución es un punto de inflexión que nadie se atreve a predecir, porque puede desencadenar aún más tensión, aún más descomposición. De hecho, es el epicentro de casi todas las histerias vigentes.
Todo esto sucede al mismo tiempo. Quizá sea simplemente demasiado. La sensación de implosión es cada vez más acelerada, como si todas las grietas del sistema hubieran decidido abrirse a la vez. Hay quien habla de ruido de sables; yo diría que si hubiera habido un golpe de Estado, ya se habría consumado, y no con tanques, sino mediante la toma del poder real por parte de unos jueces desbocados y de un fascismo estructural que se ha ido normalizando sin que nadie haya querido mirar al monstruo directamente a los ojos. ¿Qué toca, entonces? Estar preparados. Porque cuando todo estalle (y todo indica que estallará), no servirán los discursos de prudencia, ni las apelaciones a la responsabilidad, que ha sido extrema, ni los parches institucionales que ya no soportan ninguna presión. La implosión es presente, palpable, y solo nos queda decidir cómo atravesarla.