Quizás es la misma tozudez con la que se abusa estos días del mantra de "la igualdad entre españoles" que denota que estamos ante una entelequia que reclama nuestra atención. ¿Qué quiere decir exactamente la "igualdad de los españoles", si se puede saber? ¿Es una realidad? ¿O más bien una meta reivindicativa más de la agenda colonial? A medio camino entre el oxímoron y el unicornio, lo que no se puede negar en un sentido u otro es que esta expresión por sí sola aporta una enorme y engañosa carga ideológica.

Que se tenga que insistir tanto en esta "igualdad", ciertamente presupone dos posibles apriorismos. Primero, que los españoles son iguales y que, por lo tanto, hay que luchar contra quien lo niega. Y segundo, que los españoles no son iguales, pero que tendrían que serlo. Más allá de un tercer apriorismo que ni se sienten en la obligación de afirmar —que a los catalanes los incluyan en la categoría de "españoles" (el síndrome ¿qué pone en tu DNI?)—, tanto uno como otro llevan intactos su carga colonial y negadora de una identidad y unos derechos del pueblo catalán, tal como ha querido recordárnoslo últimamente Felipe González cuando nos trata de carne de extinción. Es la fórmula win-win que otorga la sartén por el mango a los que ostentan la España llamada constitucional.

Si jugamos un momento al juego de incluir a los catalanes entre los españoles —con la contradictoria exclusión de los de la Catalunya Nord— y nos atenemos al marco de los derechos universales recogidos en los principios de la ONU, creo que será fácil de desmontar que haya algún tipo de igualdad entre españoles, según marcaría el primer apriorismo mencionado. La lista de incidencias que podríamos aportar sería interminable para probar que si nos alejan unos centímetros del marco mental estrictamente unionista, la igualdad no se ve por ningún lado. Empezando por una evidencia palpable, no somos "iguales" porque el show del domingo pasado en la plaza Felipe II (¡ey!, el rey castellano que hizo ejecutar neerlandeses a montones) reunió gente que tiene un concepto identitario concreto para ir en contra de la gente que tiene otro. ¿Pero no éramos todos españoles? Primera diferencia, pues. Y mira si hay diferencias que vivimos en un estado donde la legislación permite y alenta una identidad a los primeros, mientras que a los segundos se la reprime sin contemplaciones. Y si tenéis dudas, solo tenéis que consultar el perturbador libro La persecució política de la llengua catalana, de Francesc Ferrer i Gironès (1985), quizás el más completo compendio de leyes y bandos españoles que durante siglos han atacado directamente la lengua y los derechos lingüísticos de una parte de estos "españoles" que dicen. Primera gran prueba, pues, de que no hay igualdad. Porque a unos se les ha alentado la cultura y su manera de ser, a los otros se las han machacado. Pero la lista de "desigualdades" es tan inmensa que cuesta saber por dónde empezar.

En el estado español, los derechos y las libertades de unos ciudadanos son respetados mientras que los de los otros son perseguidos

Para considerar la inexistencia de una igualdad entre españoles, como concepto democrático, seguramente nos bastaría con considerar que hayan tenido que pasar 48 (cuarenta y ocho) años desde la muerte de Franco para que en Madrid se le hubiera ocurrido a alguien (y solo por intereses de poder, nunca por un auténtico respeto) que en las Cortes cada diputado se pudiera expresar en el idioma de los votantes a los que representa. Porque, tengámoslo claro, aquello que es consustancial a las legislaciones de estados plurilingües democráticos como Suiza, Canadá o Bélgica —donde hay igualdad en el respeto, efectivamente— en España es visto por un imaginario colectivo largamente adoctrinado como una gran irregularidad, como una asignatura y un obstáculo pendiente que choca frontalmente con la secular inercia uniformadora —que no igualadora— de la Castilla borbónica. Tengámoslo claro, la España "igualada" se basa en la bendición de hechos consumados impuestos durante largos años de dictadura y monarquía absoluta con un criterio colonial de manual. Cuando les ha convenido, incluso han reconfigurado el antiguo adoctrinamiento de esquema religioso en el nuevo adoctrinamiento constitucional, simplemente intercambiando el concepto de herejía por el de sedición política, al menos mientras Europa se lo ha tolerado (que si hubiera dependido de ellos...). Solo hay que repasar el comportamiento inquisitorial de los obispos de la Conferencia Episcopal durante la discusión del Estatut (lo intento en el capítulo 5 —"La nació moral"— de El moment de dir prou, Pagès Editors, 2008) para comprobarlo. Y todo eso ha sido posible porque a estos hechos consumados se les ha dado carta de naturaleza democrática cuando en realidad son producto del ordeno y mando, con todo el barniz constitucional que se le ha querido dar.

No, igualdad no ha habido nunca desde 1714. En España, no ha sido a todo el mundo que se le haya prohibido su lengua. Y que eso se haya hecho con mala fe lo prueba el hecho de que nadie ha pedido disculpas, ni se ha visto en ningún lugar una voluntad reparadora seria, ni siquiera para equiparar legalmente el catalán con el castellano en nuestro territorio donde solo el último es obligatorio. ¿Igualdad decían? En ningún sitio. Aquel criterio básico para el mantenimiento de todo idioma como es la exigencia de conocerlo y usarlo está absolutamente ausente en Catalunya, mientras el castellano es obligatorio. La indefensión que sufrimos no tiene nada de igualdad. Tampoco los catalanes podemos legislar en el campo de la inmigración siendo el Estado quien decide quién puede vivir en nuestro país y con qué requisitos. Nosotros, nada. En el campo del deporte, un español castellano tiene derecho a ver satisfecha su identificación con selecciones oficiales que ve como propias, los catalanes no. La exclusión en el reparto cultural, en la aplicación de la ley y en respeto a las instituciones nacionales serían otros puntos donde la desigualdad es manifiesta y notoria. El mismo concepto de justicia natural que considera vital el jurista alemán del XIX M.F.C. de Savigny para asegurar una justicia ajustada a cada país está clamorosamente ausente para los catalanes tal como se pudo ver con el aberrante juicio del 1-O. También lo ha sido, quién lo puede negar, con los diferentes criterios aplicados para juzgar los casos de corrupción en el PP y PSOE en contraste con los casos de Convergència o Unió Mallorquina, que el Estado ha tenido el poder de simplemente eliminar cuando es el PP —que ha sido oficialmente declarado "asociación criminal por delinquir"— que sigue sus prácticas impertérrito. Para acabar de ver esta desigualdad entre los que consideran españoles, no podemos olvidar —como expone en sus libros Damià del Clot— que los únicos que en los últimos años han sido expuestos al derecho penal del enemigo por los juzgados españoles han sido los políticos y activistas catalanes, actores públicos que simplemente han actuado en defensa de unos derechos colectivos universales y no para cometer ningún tipo de crimen. En definitiva, en el estado español los derechos y las libertades de unos ciudadanos son respetados mientras que los de los otros son perseguidos. ¿Igualdad entre españoles decían? Pura entelequia.