Todo el mundo sobreactúa en la política española. Se perdió la templanza y regresó el drama nuestro de cada día. Cualquier episodio es buen pretexto para montar un alboroto, cualquier comentario es ofensivo (y si no lo es da igual, porque alguien se dará por ofendido); el gesto domina sobre la palabra, los adjetivos sobre los sustantivos y vivimos en constante sobresalto: si hemos de hacer caso a los políticos, cada hora hay algo sustancial que alguien pone en peligro. Hoy hay más políticos sensacionalistas que prensa sensacionalista.

Basta con recordar los dos asuntos que han centrado la atención durante la pasada semana:

Si hace un mes nos hubieran dicho que la política española se pondría patas arriba a causa de un tratado comercial de la Unión Europea con Canadá, nadie lo habría creído. Es más, no creo que el 1% de la población adulta conociera la existencia de ese tratado, y mucho menos su contenido.  

Pues ahí los tienen: el Gobierno, escandalizado ante la insólita decisión de los socialistas de retirar su apoyo al acuerdo, presentándola poco menos que como el principio del fin de la causa europeísta y como una vergüenza irreparable para España. La Ejecutiva del PSOE, reunida expresamente para decidir su voto (que, por otra parte, está decidido hace días). Pablo Iglesias alborozado, dando la bienvenida al PSOE al buen camino, aunque advirtiendo que aún le queda mucho por demostrar para expiar todos sus pecados. Y todos los tertulianos y columnistas de España zambulléndose en Google para documentarse sobre globalización y comercio internacional, sobre Canadá y sobre el puñetero tratado, que mañana voy a la radio y este lío me ha pillado en bragas.

Hoy hay más políticos sensacionalistas que prensa sensacionalista

De poco importan dos circunstancias que relativizan la importancia del problema:

Primera, que el tratado de marras tiene un impacto mínimo sobre la economía española: apenas el 0,5% de nuestras exportaciones se dirigen a ese país, del que tampoco importamos casi nada. De hecho, hay otros 40 países en el mundo con los que tenemos un tráfico comercial más intenso.

Segunda, que en la práctica lo que vote el grupo socialista es intrascendente, porque la aprobación del tratado no corre ningún peligro. Que es precisamente la razón por la que los dirigentes del “nuevo PSOE” (que cada vez se parece menos al PSOE) se han permitido el lujo de marcarse ese farol. Si de verdad su voto pudiera provocar el fracaso del tratado, den por seguro que habrían buscado otro juguete menos peligroso para izquierdear.

Dicen los socialistas que no les gusta el tratado –o que les ha dejado repentinamente de gustar– porque no es de izquierdas (no sabía que los acuerdos comerciales tenían que ser de derechas o de izquierdas) y porque no trata bien los asuntos laborales y medioambientales. Ja. Ya querríamos poder importar las garantías laborales y la política medioambiental que disfrutan los canadienses, ese sí sería un buen tratado. 

Un amigo mío dice que cuando discute con su mujer sobre el color de las cortinas, le tranquilizaría saber que sólo se habla del color de las cortinas. Da la impresión de que aquí realmente se está discutiendo de cualquier cosa menos de las relaciones comerciales con Canadá. Pero ya que estamos en ello, al menos podríamos hacerlo con serenidad y sin impostar tanto el gesto.

Llevamos tres siglos discutiendo sobre el carácter plurinacional de España sin llegar nunca a ponernos de acuerdo sobre lo que eso realmente significa y conlleva

También ha hecho muchísimo ruido, y también de la mano de Sánchez y los suyos, lo de la plurinacionalidad. Como si el congreso del PSOE hubiera abierto ese debate por primera vez en España. En realidad, llevamos tres siglos discutiendo sobre el carácter plurinacional de España sin llegar nunca a ponernos de acuerdo sobre lo que eso realmente significa y conlleva. Uno lee con atención la resolución socialista y no encuentra una aportación nueva al viejo asunto.

Así pues, como debate abstracto el nuevo discurso socialista ni es nuevo, ni añade nada valioso, ni nos aproxima a la solución. Y como propuesta concreta de reforma constitucional es otro brindis al sol, porque quienes la formulan saben de sobra que no existe ninguna posibilidad, ni ahora ni en el futuro previsible, de que se alcance el consenso necesario para cambiar el artículo 2 de la Constitución. Una vez más, la cosa apesta a táctica.

Lo llamativo es que se siga relacionando lo de la plurinacionalidad con el actual conflicto de Catalunya y el procés independentista. Algunos en España aún no se han enterado de que a los promotores del procés el asunto de la plurinacionalidad de España ya les queda muy lejos. Que la España que quede cuando ellos se hayan ido sea plurinacional, mononacional o mediopensionista les trae sin cuidado, porque lo que ellos quieren es largarse cuanto antes. Y si eso no puede ser, que se hable de “nación cultural” le suena más a burla que a reconocimiento.

Todo lo cual no ha impedido que llevemos dos semanas haciendo aspavientos por la súbita conversión de Pedro Sánchez a la plurinacionalidad. Unos aplaudiéndolo con fervor, como si hubiera hallado el bálsamo de Fierabrás, y otros mesándose los cabellos como si España se fuera por el desagüe por la ocurrencia del rebrotado patrón de la calle Ferraz.

Ya no hay puntos de vista distintos o discrepancias normales: todo son choques de trenes, batallas a vida o muerte, diferencias radicales y traiciones imperdonables

Nos hemos acostumbrado a convertir cada momento y situación en un trance, porque necesitamos la dosis diaria de papelina dramática. Pero sospecho que ni la oportunista abstención ante el tratado con Canadá ni la inane resolución del congreso socialista sobre plurinacionalidad ocuparán espacio en los libros de historia.

Mientras, sería bueno salir de la hipertrofia del lenguaje que nos invade. Aquí ya no hay puntos de vista distintos o discrepancias normales: todo son choques de trenes, batallas a vida o muerte, diferencias radicales y traiciones imperdonables. No nos basta con decir que el Gobierno lo hace mal, tiene que ser un peligro para la democracia; y no contentos con intentar sustituir al PP en el poder, nos proponemos “sacarlos de las instituciones” (¿para llevarlos a dónde?). El discurso de Irene Montero en la reciente moción de censura fue la más pomposa colección de hipérboles, exageraciones y tremendismos que he escuchado en mucho tiempo, pero es evidente que marca tendencia. De hecho, la réplica del portavoz del PP, Rafael Hernando, batió sus propios registros de brutalidad.

Lo que más sobra son adverbios solemnes. Estamos completamente seguros, las cosas son absolutamente ciertas o falsas, discrepamos radicalmente… Y lo que más falta, sentido del humor. Que alguien intente una ironía sobre el procés y se verá señalado como un enemigo de Catalunya y condenado a la hoguera por los torquemadas del nacionalismo. En ese sentido, nunca Catalunya fue tan carpetovetónicamente hispana como ahora.