El 13 de noviembre de 2003, en el Palau Sant Jordi, José Luis Rodríguez Zapatero pronunció las palabras fatídicas: “Apoyaré la reforma del Estatut que apruebe el Parlament catalán”. Ni siquiera era una campaña de elecciones generales; era un acto de apoyo al PSC y a la candidatura de Pasqual Maragall para las autonómicas.

Zapatero ignoraba, por supuesto, el contenido del Estatut que vendría de Catalunya; ignoraba la composición del Parlament que supuestamente lo aprobaría, puesto que aún no había sido elegido; ignoraba el tipo de gobierno catalán que saldría de aquellas elecciones; y no imaginaba que pocos meses después él mismo ganaría unas elecciones en España y se convertiría en presidente del Gobierno. Demasiadas incertidumbres para un compromiso tan serio.

Aquellas palabras lanzadas alegremente al viento han perseguido como una maldición a Zapatero y a su partido hasta el día de hoy. Porque llegó al gobierno y, como era de esperar, no pudo sostenerlas. Hay quienes opinan que entonces se abrió la primera rendija del vendaval que ha conducido a Catalunya al borde de la ruptura con España. 

(Recuerdo que aquel día Zapatero asumió al menos otros tres compromisos: el Eje Pirenaico de infraestructuras, la reforma del Senado y llevar la sede de varios organismos del Estado a Catalunya. Todos ellos siguen esperando. Parole, parole).

El sábado actuó Pablo Iglesias en Barcelona, junto con toda la plana mayor de Unidos Podemos y de sus confluencias (por cierto, Ada Colau se comporta cada vez más como la jefa de un partido que tuviera una sucursal española llamada Podemos). 

Estas fueron sus palabras: 

“Aspiro a ser el presidente que escuche a Catalunya, que reconozca los derechos nacionales de Catalunya, y que tienda puentes donde otros los volaron. Lo quiero decir muy claro: no queremos que os vayáis, pero vamos a respetar y a defender siempre vuestro derecho a decidir, porque somos demócratas. Queremos que en Catalunya haya un referéndum y que los catalanes y catalanas decidan su futuro”.

Nada nuevo bajo el sol, dirán ustedes: esto mismo ya lo ha dicho anteriormente. Lo que cambia es el contexto. Desde que se convocaron las elecciones del 26-J y se consumó el acuerdo de Podemos con Izquierda Unida, Pablo Iglesias es el candidato mejor situado (al menos, aritméticamente) para presidir un gobierno de coalición alternativo al que encabezaría el PP. Todas las estimaciones publicadas desde el 3 de mayo coinciden en situar a Unidos Podemos como la candidatura más votada de la izquierda, y coinciden también en atribuir a la suma de la izquierda (UP+PSOE) más escaños que a la derecha (PP+C’s). Toda esta campaña viene girando, porque así interesa a ambos protagonistas, sobre la dicotomía entre un gobierno de centroderecha presidido por Rajoy o un gobierno de la izquierda presidido por Iglesias. 

Así que los compromisos del líder de Podemos adquieren ahora un valor singular: son los de alguien que pronto podría tener que responder de ellos desde la cabecera del Consejo de Ministros. 

Iglesias es plenamente consciente de tres cosas: 

Primero, que ese referéndum no es posible con la legislación vigente. Necesita una reforma constitucional que lo habilite, y dicha reforma necesita a su vez el respaldo de todos los partidos, empezando por el PP -que previsiblemente volverá a tener la minoría más numerosa en el Congreso y la mayoría absoluta del Senado. El presunto presidente Iglesias, con la ley en la mano, no podría permitir ese referéndum sin verse inmediatamente desautorizado por el Tribunal Constitucional. 

Endulzando los oídos de En Comú Podem, Iglesias se aleja de la sensibilidad mayoritaria de los votantes de Podemos

Segundo, que ese compromiso, así formulado, es un obstáculo insuperable (entre otros) para una coalición de gobierno con el Partido Socialista. Si realmente aspira a ser ese “presidente que escuche a Catalunya y reconozca sus derechos nacionales”, sabe muy bien que en la negociación previa tendrá que abandonar –o al menos aparcar- la cuestión del referéndum. De hecho, ya se mostró dispuesto a hacerlo tras el 20-D durante su simulacro de negociación con Sánchez. 

Y tercero, que al enfatizar esa posición precisamente en Barcelona está sin duda endulzando los oídos de En Comú Podem, pero se aleja de la sensibilidad mayoritaria de los votantes de Podemos en el resto de España. La pregunta que hace el CIS es: ¿con qué fórmula de organización del Estado está más de acuerdo?, y la respuesta es la siguiente: 


Iglesias tiene entre sus propios votantes a un 21% de partidarios de suprimir o reducir las autonomías; un amplísimo 57,5% que está conforme con el Estado de las autonomías, aunque a buena parte de ellos les gustaría ampliarlas, y sólo un 12% están disponibles para reconocer el llamado “derecho a decidir”. 

En el caso de En Comú Podem, la postura mayoritaria (43%) es la de quienes desean más autonomía dentro del marco actual, pero los partidarios de la autodeterminación alcanzan el 32%.

Iglesias sabe, por tanto, que su compromiso lo pone ante una triple contradicción: choca con la ley, choca con la voluntad de su aliado necesario para formar gobierno y choca con la posición mayoritaria de sus propios votantes. 

Sabe, por tanto, que si se convierte en presidente del Gobierno no cumplirá esa promesa. Parole, parole. 

¡Hasta han alterado el lema de campaña en Catalunya para convertir “la sonrisa de un país” en “la sonrisa de los pueblos”!

Camino de Barcelona se le cayó de la mochila dialéctica la referencia a la patria española, que últimamente nunca falta en sus pregones. ¡Hasta han alterado el lema de campaña en Catalunya para convertir “la sonrisa de un país” en “la sonrisa de los pueblos”! Lo de olvidarse de la patria al cruzar el Ebro va con el personaje, pero me pregunto qué peligro le habrán visto a la palabra “país”. 

En todo caso: según parece, en esta campaña Pablo Iglesias sólo va a actuar en seis grandes mítines: Catalunya, Andalucía, Comunidad Valenciana, Galicia y Madrid. Los demás actos se los endilga a Errejón y a Garzón, mientras él se dedica a hacer lo que mejor se le da y más rentabilidad le produce, que es peregrinar por los estudios de televisión.  

Para dejar constancia de su coherencia, yo le solicito que tome el párrafo antes transcrito, con sus palabras del sábado en Barcelona, y lo repita literalmente y con la misma pasión en todos esos lugares. Y por supuesto, ardo en deseos de escucharle exactamente esas palabras en el debate televisivo de esta noche. 

Si lo hace, quizá los catalanes puedan empezar a creer si no en su realismo, al menos sí en su sinceridad. Si no lo hace (se admiten apuestas), les habrá dado un motivo más para cantarle, como hacía la gran Mina, aquello de “Parole, parole, parole”.