103 son los años que nos separan de 1922, año en el que las efemérides nos remiten a la colocación de la primera piedra del campo del Futbol Club Barcelona, al Premio Nobel a Jacinto Benavente o al inicio de la ocupación británica en Palestina. En aquel año nacieron Pasolini, Ava Gardner o Pierre Cardin. Y la potente, serena y feliz mujer catalana Carme Gili, que el pasado viernes acudió a la Universitat Ramon Llull en Barcelona a hablar de su vida y de la fe protestante en una charla del ciclo "Herencias y futuros", en la que una persona mayor dialoga con una persona joven sobre la vida. La condición: que el debate dure 50 minutos, y que sean mínimo 50 años los que separen al protagonista del joven moderador. En esta ocasión, su nieta Anna condujo el debate donde esta catalana centenaria —desheredada por haberse convertido al protestantismo en 1940— desgranó su vida. Solo ha tenido miedo una vez, cuando la metralla cayó sobre su terraza y su padre decidió que se marchaban de Barcelona para refugiarse en Vilafranca del Penedès. La familia de Carme era católica (apostólica y romana, añade), “muy católica”. La decisión de su madre, de su hermano pequeño y de ella —tenía 18 años— de abandonar el catolicismo y pasarse a la fe protestante (solo la fe, solo la Escritura) no fue bien recibida y, de hecho, perdió todos los lazos familiares. Y la herencia. Pero para ella, “la mejor herencia es el Señor”, refiriéndose a Jesucristo. Es el valor más grande: “Te da paz, serenidad; la gente vive muy angustiada, yo les recomiendo a Jesucristo”. Y así lo hace con los taxistas de Barcelona, a quienes va repartiendo un pequeño librito con el Evangelio de Juan.
Se reunían de manera clandestina, y recuerda a personas encarceladas por atreverse a tener una fe diferente a la oficial
Carme no es profesionalmente una pastora, ni se ha dedicado a predicar —sí a coser—, pero podría ganar un concurso de sermones sin despeinarse. Tiene un deseo: que alguien, al escucharla, se convierta. Está convencida de que se salvará, aunque a veces no haga lo que debe, pero pide perdón. “Y Dios perdona siempre”, explica con parsimonia. Educada en el catolicismo, no supo lo que significaba ser creyente hasta que se topó con personas de fe evangélica. “Yo era torpe, no lo entendía. Mi madre sí.” Durante el franquismo, años en los que no podían tener las iglesias evangélicas abiertas ni celebrar el culto, se sintió sostenida por la fe. Se reunían de manera clandestina, y recuerda a personas encarceladas por atreverse a tener una fe diferente a la oficial.
No tiene miedo a morir, “pero tampoco ganas”, pero sabe que el tránsito al final “será agradable”. Todavía se indigna por cosas, y no se desentiende, como por ejemplo la preocupación por personas encarceladas simplemente por su fe. A la gente “mayor” —mayor de 80 o 90 años— les recomendaría, desde sus 103 años, que tengan “ánimos”. Agradecida a su familia y a su comunidad, pone a Dios sobre todas las cosas, como la abuela de Rosalía. Y confiesa que a menudo “le pregunto a Dios: ¿cuándo vendré contigo?”. “Pero no me responde, por ahora”, añade resignada y contenta de seguir viviendo. Qué mujer, qué fuerza. Qué herencia.