Acabamos de celebrar el aniversario del referéndum del 1 de octubre, fecha que representa, en el camino a la plenitud nacional de Catalunya, un antes y un después, entendida esta plenitud, sobre todo, como el empoderamiento de los catalanes y catalanas para decidir el futuro de su país. Lo hemos celebrado en unas circunstancias complicadas, con dirigentes políticos y líderes de la ANC y Òmnium en la prisión, y de otros, el president Puigdemont incluido, en el exilio.

Ha sido una travesía difícil, marcada por la victoria independentista en las elecciones que convocaron los patrones del 155 (PP, PSOE y Ciudadanos), para conseguir una victoria electoral al estilo Mayor Oreja y Nicolás Redondo del 2001 en Euskadi —y que, como la de Mayor Orea y Nicolás Redondo, ha sido un fracaso—, victoria que nos ha permitido recuperar el Govern y el Parlament de Catalunya, groseramente desalojados y clausurados por el tripartito del 155, que mantuvo bajo mínimos y paralizó la actividad del Govern de la Generalitat y el Parlament, lastrando grave e irresponsablemente muchos sectores de la economía catalana —y particularmente las asociaciones dedicadas a actividades sociales y culturales— y cerrando bajo llave nuestra cámara legislativa; esa de la que dice la dirigente de Ciudadanos, faltando a la verdad, que han cerrado los independentistas.

Ha estado también un año difícil, en el que, después de intentar reponernos del auténtico golpe de Estado protagonizado por el tripartito del 155 y de empezar a poner en marcha de nuevo nuestras instituciones, con nuestros líderes en la prisión y el exilio, el independentismo ha intentado redefinir su estrategia para orientar el país hacia su horizonte de libertad, hacia la república que queremos para todos los habitantes de Catalunya. Han sido unos meses en que se ha registrado la caída del patrón mayor del 155, Mariano Rajoy, y su sustitución por otro de sus patrones, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, en lo que algunos nos han intentado vender como una operación de diálogo político con Catalunya, que ya se ha visto, sin embargo, dónde empieza y dónde acaba. El gobierno de Sánchez ni siquiera ha hecho un gesto desde la fiscalía general —al contrario del gobierno de Zapatero, que hizo decaer la acusación contra la mesa del Parlamento vasco, de la que yo formaba parte— para retirar los cargos de rebelión y sedición, que se sustentan en falsedades ya probadas documentalmente —basta con ver el espléndido documental de Mediapro—, sino que llega estos mismos días a decir que la mayoría de las imágenes del 1-O son falsas, y, en el colmo de la desvergüenza, condecora el responsable político de los que, sin miramientos de edad ni sexo, apalearon a los que querían votar en el referéndum del 1 de octubre.

El gobierno de Sánchez ni siquiera ha hecho un gesto desde la fiscalía general para retirar los cargos de rebelión y sedición, que se sustentan en falsedades ya probadas documentalmente

En estas condiciones, con nuestro Govern intentando dar pasos adelante y un Gobierno que intenta vender nuevo talante y diálogo a la vez que se niega a hablar del derecho de los catalanes a su autodeterminación, muchos ciudadanos del país están legítimamente indignados con la situación, y, también, es justo reconocerlo, legítimamente molestos con las formaciones independentistas, en la medida en que pasa el tiempo y se hace evidente una falta de estrategia común y acordada hacia el horizonte republicano.

No se puede seguir dando bazas al nacionalismo español, este que repite, hurgando en la falta de acuerdo entre independentistas, que el problema es entre catalanes. No se puede caer en el juego de los porcentajes, sin más, de cuántos están a favor de la república; un juego utilizado, en clara contradicción, por los que ni siquiera nos quieren dejar votar si queremos la república. El Estatut se llevó a las Cortes Generales en el 2005 con el 89% de apoyo del Parlament de Catalunya, y los poderes del Estado, representados en el Tribunal Constitucional, no tuvieron ningún problema para protagonizar el gran golpe de Estado perpetrado el 28 de junio del 2010, al dinamitar el bloque constitucional surgido de la Constitución de 1978, saltando por encima de un acuerdo —aunque bien cepillado— entre el Parlament de Catalunya y las Cortes Generales, validado en referéndum en Catalunya e, incluso, firmado por el jefe del Estado. A ese mismo Estado que ha dinamitado su bloque constitucional reclamamos hasta 18 veces, por diferentes vías legales, la celebración de una consulta o un referéndum sobre el futuro de nuestro país, hasta el momento en que, con un mandato emanado de nuestro Parlament, fuimos capaces de organizar y celebrar el referéndum del 1 de octubre.

Es tan verdad que existe un antes y un después como que se ha constatado que aquel gran triunfo democrático del 1 de octubre, contestado con una violencia que movilizó a muchos ciudadanos, tanto independentistas como no independentistas, a las grandes manifestaciones de los días posteriores —sindicatos de trabajadores y organizaciones patronales incluidas—, no fue, sin embargo, correspondido con el reconocimiento de las principales instituciones europeas, que prefirieron emitir un tímido comunicado de reprobación de la violencia utilizada por la policía española, para a continuación mirar hacia otro lado y remitirse a un gélido llamamiento al cumplimiento de la legislación interna del Estado español. No nos debe sorprender; los que hemos sido miembros del Parlamento Europeo hemos visto cómo, una y otra vez, cuando protestábamos contra alguna vulneración de derechos ciudadanos en España u otros Estados se nos daba por respuesta que era competencia estatal y no de la UE. Es la misma Europa incapaz de resolver los graves problemas de inmigración, asilo, racismo o vulneración flagrante de los derechos cívicos que se da en Estados miembros de la UE, o que en la historia reciente mostró ausencias tan clamorosas como la protagonizada en la llamada guerra de los Balcanes.

Nuestra batalla, nuestra partida final, se tiene que jugar en Europa, como lo han hecho hasta ahora nuestros exiliados y represaliados

Hemos hecho, entre todos los que defendimos el derecho a la autodeterminación de Catalunya, un gran trabajo a lo largo de estos años; trabajo paciente, pacífico y radicalmente democrático, junto con fuerzas políticas que recogieron al testigo del clamor popular. Hemos resistido, además, contra el intento de exterminación institucional protagonizado por el tripartito del 155 y asistimos hoy a un recrudecimiento de los ataques a nuestro autogobierno por parte de fuerzas políticas españolas escoradas todavía más a la derecha, como Ciudadanos.

Es un contexto en el que debemos tener claro cómo y dónde tenemos que jugar y ganar la partida definitiva. Ya está claro que no tendremos nunca el apoyo del arco político español, con honrosas excepciones. Nuestra partida se tiene que jugar a dos bandas; siendo fuertes en nuestras instituciones en Catalunya, trabajando para resolver los problemas del día a día de nuestros conciudadanos, y ganando y sumando a la causa radicalmente democrática los municipios del país, empezando por su capital, Barcelona, y llevando nuestra causa a Europa. A pesar de haber sido millones en la calle a lo largo de estos años, no moverán ni un dedo en España —como no lo han movido hasta ahora— como no sea para apalearnos, encarcelarnos y mandarnos al exilio. Sin embargo, debemos tener suficiente coraje e imaginación para que gobiernos e instituciones europeas tomen partido en favor de la democracia y el derecho a la autodeterminación de los catalanes. Nuestra batalla, nuestra partida final, se tiene que jugar en Europa, como han hecho hasta ahora nuestros exiliados y represaliados.

Es la hora de que las formaciones independentistas acuerden una estrategia unitaria. Como decía Lluís Llach hace unos días, no se puede entender que estemos de acuerdo en el 80% y nos perdamos en tacticismos de corto vuelo. Y es la hora de pensar que no tenemos nada que discutir con el gobierno que condecora a los que nos apalean, sino con los que desde Europa tienen que entender, de una vez por todas, que no se puede perseguir, encarcelar, forzar al exilio y apalear a los que quieren poner las urnas y a los que quieren decidir democráticamente su futuro.